LIBROS

Charmian Clift, la cronista de la bohemia en las islas griegas que fue anfitriona de Leonard Cohen y un icono feminista

Se publica el primero de los libros autobiográficos que la autora australiana escribió durante sus años en aquel paraíso mediterráneo, por entonces todavía virgen y sinónomo de libertad y belleza, que ella contribuyó a convertir en refugio de espíritus creativos

Charmian Clift, durante sus años en Grecia.

Charmian Clift, durante sus años en Grecia. / Gatopardo ediciones

Noelia Fariña

Entre un cargamento de pavos, mandarinas y señoras de mantones negros que se santiguaban a cada sacudida, lo único que estaba en su mano para evitar que el mar se las tragara, Charmian Clift (Kiama, Australia, 1923-1969) desembarcó en la pequeña isla de Kálimnos, cumpliendo el sueño de los que tantas veces se han sentido oprimidos por la rutina y el capitalismo: dejarlo todo atrás. El cielo londinense, un piso cómodo y bonito, la escuela privada de los niños, las vacaciones en primera clase… “Incluso a mí me costaba creerlo. Durante muchos años, George, como otros periodistas, se había lamentado con bastante empeño sobre la naturaleza de su trabajo, y entre copa y copa, como otros periodistas, había jurado que un maldito día se largaría a vivir a una isla y escribiría libros”, recordarba la escritora australiana.

George era su marido, el reportero George Johnston, con quien se instaló en aquella destartalada casa amarilla en 1954, junto a sus dos hijos pequeños (Martin y Shane), dos máquinas de escribir y la idea de capturar en una novela –el tiempo que su cuenta corriente se lo permitiese–, la pureza de aquel paisaje griego, habitado por maltrechos pescadores de esponjas y mujeres supersticiosas e implacables. Con esa mirada aguda y extranjera, que transforma las costumbres de otros en anécdotas delirantes y las dificultades propias en una aproximación al terreno más honesta, sin prejuicios ni romanticismo, Clift registraría su cotidianidad en unas memorias de viaje absorbentes y detallistas, Cantos de Sirena (1958). Y quizá por eso, porque la intimidad y la vida doméstica tienen tanto protagonismo como esa geografía con vistas al Egeo, pasaría bastante tiempo hasta ser reconocido un clásico del género.

En una maniobra de rescate y justicia editorial, Gatopardo Ediciones la publica ahora por primera vez en castellano, con traducción de Patricia Antón, recuperando la figura de una periodista audaz y un tanto trágica, considerada un icono feminista y una de las ensayistas con más talento de su tiempo. Clift tuvo también bastante responsabilidad en la conversión de las islas griegas en un escenario de bohemios expatriados, como aquel desconocido Leonard Cohen al que acogerían en su casa de Hydra, contagiándole la posibilidad de una vida sencilla y creativa.

Un romance literario

Clift y su marido se conocieron en el periódico Melbourne Argus. Ella comenzó a trabajar como redactora en 1946: la veinteañera más guapa de Nueva Gales del Sur, un título que había ganado en el concurso de belleza adolescente de la revista Pix. Tenía experiencia como editora en la revista del ejército, en la que había trabajado tras alistarse durante la Segunda Guerra Mundial en la Australian Women’s Army Servicie, lo que le había llevado a servir en la batería aérea de Sídney y a alcanzar el rango de teniente. Johnston ya era un reportero de guerra curtido, y también casado, cuando se enamoraron, desatando el escándalo y el consecuente despido de ambos. Todo ello alimentaría todavía más la mitología de la famosa pareja literaria, tan compenetrada –se siguieron por Australia, Londres y Grecia, coescribiendo novelas como High Valley o El gran carro, con las que conseguirían premios y aprobación–, como, a la larga, corroída por el tiempo.

La familia Johnston, en 1957.

La familia Johnston, en 1957. / Gatopardo ediciones

“Charm es la cabeza del cotarro literario, bella, brillante, compasiva; pero también la madre de tres niños que administra la casa. Suda sangre ante dificultades casi imposibles: un marido proclive a los celos infundados, los problemas creativos, el calor, los hijos, las dificultades que le imponen los demás… y, sin embargo, capaz de producir un gran arte”, recordaría en un diario el amigo de la pareja, Redmond Wallis. La misma desigualdad que ella advierte en su libro, alertando de cómo el arcaico sistema patriarcal de Kálimnos, “donde cualquier cosa que entrañe llevar una carga es cosa de mujeres”, se estaba también instalando en su matrimonio. De aquella sombra intentó despojarse la escritora, forjando un alterego que rompía los códigos griegos por vestir pantalones, beber en las tabernas o nadar a braza; defendiendo sus ideas e independencia.

Los años de Hydra

Cantos de Sirena fue la primera de sus memorias griegas. Al cabo de un año, dejaron atrás a su resuelta asistenta Sevasti, a su guía de inmersión local, un chapuzas llamado Yanni; y una vida sencilla y libre que a veces recuerda a Los Durrell, con una narración tan directa y ácida que impide que resulte empalagosa. Compraron una casa otra isla griega, Hydra, desde la que escribiría la continuación, Peel the Lotus, registrando esa comunidad de artistas precarios, de la que eran los reyes, y su inevitable desaparición. “Este hermoso puertecito va a sufrir el destino de tantos otro puertos mediterráneos descubierto por los pobres creativos… Estamos viendo su conversión en una isla chic”, advertiría.

A esa casa fue a parar Leonard Cohen, después de que el ama de llaves de la residencia del pintor Nikos Ghika, donde inicialmente pretendía alojarse, le impidiera la entrada con un lapidario: “No necesitamos más judíos aquí”. Fueron ellos quienes lo acogieron, editaron sus primeros manuscritos y le animaron a tocar sus canciones. “Bebían y escribían más que nadie, se enfermaban y se curaban más que nadie, maldecían y bendecían más que nadie, y eran de lejos los más solidarios. Fueron una fuente de inspiración”, recordaría con cariño el artista.

De las fotos de aquella época, en las que Cohen y Charmian aparecen juntos (en muchas ocaciones, confundida con Marianne, eterna musa del músico), surgieron los rumores de un posible romance. “Fue algo que discutí con Jason Johnston, el tercer hijo que nació en la isla y el único superviviente de la familia. Como su padre era impotente por los medicamentos por la tuberculosis y su madre, todavía en sus 30, una belleza ten deslumbrante, era algo que él mismo se había preguntado”, resuelve la periodista Polly Samson en su libro sobre la época dorada de la isla, A Theatre for Dreamers. De lo que no hay duda es que la enfermedad, los problemas de alcohol de ambos y la pobreza acabaron con la pareja y el sueño bohemio tras diez años bajo el sol del Egeo.

Revoluciones furtivas’

Aunque Clift es recordada por sus peripecias griegas, fue a su vuelta en Australia en 1964, cuando dejó su legado como ensayista comprometida y adelantada a su época en una pequeña columna semanal del Sydney Morning Herald. Entre notas de sociedad y anuncios de medias, estaban sus “pequeñas revoluciones furtivas”, desde las que defendió los derechos de las mujeres y los inmigrantes, pidió justicia social para los aborígenes y se opuso al servicio militar obligatorio y a la guerra de Vietnam. También hizo campaña por la democracia en Grecia cuando esta cayó ante la dictadura de los coroneles.

Con ese estilo costumbrista y cercano que desarma al lector, se convirtió en una de las firmas más leídas y en una estrella del feminismo radical. Aunque nada de eso impidió que se quitara la vida con una sobredosis de barbitúricos en 1969. Fue solo un mes antes de que Johnston, que fallecería al año siguiente, publicara su autoficción Clean Straw for Nothing –de la que no le había dejado leer el borrador–, un libro cargado de celos y reproches. En los ochenta, Leonard Cohen les dedicaría su primer concierto en Sydney: “a quienes me enseñaron a escribir”, dijo el cantautor canadiense antes de entonar Bird on a Wire: “como un borracho a media noche, he intentado la forma de ser libre”.