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Fachada de la sede de la multinacional española Telefónica.

Fachada de la sede de la multinacional española Telefónica. / EP

El desembarco de la SEPI en Telefónica tiene diversas razones detrás que convienen ser analizadas en el contexto actual. El sector de las telecomunicaciones en Europa vive sus horas más amargas viendo cómo el liderazgo en la digitalización está capturado por las bigtech americanas y chinas, mientras las compañías europeas están abocadas a seguir invirtiendo en infraestructuras con un escaso o muy difícil retorno sobre capital y, al mismo tiempo, buscando otros negocios que les permitan sobrevivir y reducir coste ponderado de capital a costa de una destrucción importante de valor para los accionistas.

Telefónica y el resto de las grandes telecos europeas propietarias de infraestructura son producto de un tiempo y unas circunstancias muy concretas. Están sometidas a una fragmentación extrema como forma de reducir los precios y bajo una estrategia de aparición continua de operadoras free riders que reciben casi gratuitamente importantes carteras de clientes desgajadas de las múltiples fusiones y adquisiciones a lo largo de la Historia en el sector. Sin ir más lejos, es lo que pasará en los próximos meses (si nadie lo remedia) con la fusión Orange-MásMóvil o la adquisición de Vodafone España.

En este sentido, se convierten en empresas con un volumen de activos muy elevado a cambio de una deuda financiera también elevada, con una rentabilidad sobre capital invertido que va menguando con el tiempo y un coste de financiación creciente dado que para mantener una base de fondos propios medianamente razonable tiene que recurrir a pagar dividendos altos (pay-out elevado que resta capacidad de autofinanciación). Con precios deprimidos de la acción, la rentabilidad por dividendo se dispara haciendo creer a los reguladores y resto de competidores que la compañía genera buenos resultados, cuando en realidad es un puro “efecto óptico” por la caída del precio de la acción.

Mientras tanto, sus competidores digitales muestran una trayectoria contraria. Desde las bigtech hasta una buena parte de los operadores móviles tienen rentabilidades sobre capital crecientes, costes de capital estables o decrecientes, son grandes generadoras de caja (free cash-flow creciente) y no atienden ningún tipo de obligación de inversión en infraestructura que deba ser compartida con otros operadores. Pueden destinar casi todos sus recursos a hacer grandes inversiones en innovación, nuevos productos y servicios que incrementan de forma exponencial el tráfico de datos.

Por ello, los inversores institucionales occidentales, familyoffices, fondos privados y bancos de inversión fijan su atención en este segmento y apuestan por un buen comportamiento en Bolsa frente a las telecos tradicionales, las cuales quedan relegadas a institucionales históricos, algunos socios que permanecen en el accionariado por tener proyectos conjuntos y son pasto del intervencionismo tanto de los Estados como de fondos soberanos fundamentalmente asiáticos y árabes que acuden a este tipo de inversiones como apuesta por compañías con valoraciones muy bajas a sabiendas de que, en el fondo, no esconden una trampa de valor.

En este marco es donde está Telefónica, una de las pocas hasta hoy 100% privadas. Pero es un terreno de juego donde ya había telecos que jugaban con ventaja con respecto a Telefónica. Estamos hablando de las empresas que tienen participación pública y nunca han dejado de tenerla, gracias a la cual han contenido en el plano financiero su coste de capital y en el plano económico-político les ha permitido acceder a otros países y sectores de una manera más sencilla que siendo totalmente privadas.

Tanto Deutsche Telekom como France Telecom son fieles exponentes de esta estrategia, las cuales actúan con un estatus privilegiado de cara al regulador y con el agravante de la desaparición en la práctica del mecanismo de ayudas de Estado después de la pandemia. Ante esta realidad, España se plantea querer hacer lo mismo. Pero, tristemente, por deméritos propios y por méritos ajenos, no es igual que lo haga España a que lo haga Francia, Alemania o Italia. La respuesta por parte del Gobierno Sánchez-Díaz a la toma del 4,9% por parte de la estatal saudí STC y con la aspiración de llegar al 9,9% tiene la intención de controlar la influencia saudí sin provocar un conflicto con el nuevo accionista si no se diera la autorización de ese otro 5%.

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Con un tipo de inversor al que nos tendremos que acostumbrar para conseguir capital a costes más razonables y con vocación de estabilidad, no se pueden dar pasos en falso. Ahora bien, la intervención del Gobierno comprando un 10% es, a todas luces, excesiva. No sólo el dinero (los más de 2.000 millones que la SEPI tendrá que poner cuando su cifra de negocios alcanza los 5.252 millones de euros anuales con un beneficio anual de 43 millones) sino la señal que se envía al mercado de que en cualquier momento el Ejecutivo puede decidir tomar acciones de una compañía que considere “estratégica”.

No había una única alternativa en esta operación. Pero, probablemente, la elegida era entre las diferentes opciones la más sencilla y rápida. Una política de Estado debería haber sido emplear estos casi cuatro años de endurecimiento de la entrada de inversiones extranjeras en sectores estratégicos en generar una imagen de confianza, seriedad y rigor de un Gobierno que tiene el deber de examinar operaciones corporativas en las que se encuentre detrás un Estado extranjero. Obviamente, no lo ha hecho. Con lo cual, la entrada en Telefónica genera más dudas que certezas.