REPORTAJE

Palabra de Carmen Martín Gaite

Leer, en la antología 'De viva voz', todas sus incursiones en la escritura de los otros, desde Juan Benet a Ignacio Aldecoa y Elena Fortún, es también circular entre sus propios talleres o telares

La escritora Carmen Martín Gaite

La escritora Carmen Martín Gaite / José Ramón Ladra

Juan Cruz

Juan Cruz

No hay una página, una línea, una palabra que no sea propia de Carmen Martín Gaite en esta antología De viva voz que ha preparado para Siruela el profesor José Teruel. Es decir, hasta lo que el antólogo escribe para explicar sus hallazgos se corresponde con lo que luego resulta que es la voz de Carmiña en este libro que se lee como si uno estuviera escuchando (de día, de noche) a aquella mujer cantarina que también, y tan bien, canta en el libro. Es un ejemplo, como dice Teruel de sus conferencias tal como fueron, que explica “su habilidad para convertir el monólogo en conversación con el auditorio”.

Igual que creía que “hacer literatura presuponía la presencia del otro”, para sus conferencias consideró que “siempre había un destinatario”. Contaba “a partir de fichas, lo que le permitía un mayor grado de improvisación”, y en ellas basó su agilidad para ir del “telar del escritor” al “taller del escritor”, que en suma eran, en uno y otro caso, trasuntos de ella misma.

Leer ahora todas estas incursiones en la escritura de los otros, desde Juan Benet a Ignacio Aldecoa y Elena Fortún, es también circular entre sus propios talleres o telares. Leer este libro, pues, es saber cómo abordó sus propias invenciones, a las que dedica muchas páginas ejemplares.

Carmiña fue, además, una buena compañera, una escritora generosa que mejoró la vida de las noches y de los días de Madrid en la época en que, desaparecido Franco, parecía que ya nada peor que aquella dictadura podía sucederle a este país. Ella ayudó, pues, a que pareciera inmortal aquel interregno, así que animó la vida de los otros, e ilustró a muchísimos con sus textos periodísticos, con sus novelas, y con conferencias en las que ella era narradora de sus propias sabidurías y de los hallazgos que encontró en las obras de sus amigos, de los extranjeros y de los españoles, sin cicatería. Un ejemplo de entonces para los desaires con los que ahora se tratan, en la diatriba nacional de la literatura, los inmediatos y los contemporáneos.

Ayudó, por tanto, a hacer mejor la convivencia literaria de nuestro país con aquellas conferencias que ahora son ejemplo del valor de su memoria, y de la generosidad de sus recuerdos. Fue capaz de incluir en sus charlas, sin desdeñar a nadie, a los que fueron sus compañeros de viaje, con los que no siempre tenía por qué coincidir, ni en el estilo ni en la postura.

Los valores de Carmiña

Otro rasgo inolvidable de su carácter, la alegría, se vislumbra en cada una de las conferencias de que consta el libro, porque jamás cae en sus charlas en la penumbra con que a veces sus contemporáneos (y los que le han seguido) acercan a las literaturas ajenas, españolas o extranjeras. Son textos escritos (y dichos) desde el buen humor que produce la libertad de decir y, por cierto, la ausencia de esos melindres con los que se adornan entre nosotros los olvidos y los reproches.

Esos valores de Carmiña, como la llamaba todo el mundo, se conjuntaban, por el lado familiar, con las canciones de la noche, que ella misma interpretaba, donde estuviera, acompañada de su hermana Ana María, la más feliz de las mujeres en aquellos ensayos de alegría con los que ambas impedían que se acabara la noche de cualquier manera.

El modo que tuvo Ana María de prolongar cualquier jolgorio era también una manera de rendir homenaje a la resistencia de aquella mujer, Carmiña, que desde muy pronto tuvo la mala fortuna de perder a un hijo de un año y luego, andando el tiempo, también a la hija que tuvo asimismo con Rafael Sánchez Ferlosio.

Amigos difíciles

En este libro, pues, está ella hablando, incesantemente, con cierta lentitud, con mucha información, y con la alegría de irse encontrando, mientras habla, incluso con sus amigos más arriscados o difíciles, como Juan Benet. Con éste discutía hasta el alba y luego se mostraban un cariño risueño. Sin dejar de lanzarse dardos que él renovaba en cartas que luego ella trasladó a sus conferencias para explicar, con unos y otros argumentos, lo que los juntaba, la amistad, y lo que los dividía, la apreciación distinta de la literatura. A Benet no le perdonaba una, y Benet jamás dio su brazo a torcer en defensa del castillo en el que (según ella) él vivía como un narrador aislado.

Así que estas páginas referidas a este brillante amigo generacional quizá son ejemplares para entender la época que ambos protagonizaron. Amigos afectuosos, críticos que no cesaban de zaherirse. El trabajo de José Teruel organiza un espejo de ambos para que aquel tiempo sea ahora ejemplo de lo que no se debió perder en el disenso literario, pues en estos tiempos los amigos elogian y los adversarios silencian, mientras que entonces, en aquella posguerra que duró tanto, hablar de uno no era desconocer sus fallas y tampoco ocultar sus logros. Cumplidas esas tareas luego se iban de copas.

Contar, contar, contar

Benet estimaba, por ejemplo, que no era necesario hacer comprender lo escrito, que se las arregle el lector, mientras que ella era más partidaria de que se comprendieran los textos de modo que se pudieran contar. Contar, contar, contar para seguir vivos contando. Ella era de contar, hasta el infinito, el cuento de nunca acabar. Juan Benet incidió en aquella convicción, comprensión de lo incomprensible, hasta su muerte. Él solía decir que con cinco mil ejemplares que vendiera su tarea estaba cumplida. “Cinco mil, o dos mil, qué más da”.

Le dijo Benet a un editor que le pidió una novela para publicar en bolsillo que usara, si le parecía, Saúl ante Samuel, de sus prosas más arriesgadas. Concluyó su voluntarioso acuerdo sobre la novela que él mismo había elegido con esta advertencia: “Con ello arruinarás a Polanco”, el dueño de la editorial al que iría destinado aquel volumen.

Carmiña conoció a Benet hasta la médula, y sabía que esa forma de ser era también un escapulario civil tras el que se escondía la ternura disfrazada de ínclita arrogancia. Pero se querían, vaya que si se querían. Ella lo persiguió, años después de no verse, por la calle Goya de Madrid, creyendo que aquel era Benet y no, como le advertía Ferlosio, un muchacho que se le parecía. La descripción que hace Carmiña de aquel reencuentro, igual que todo el libro, no tiene desperdicio alguno: “Nos habíamos topado con Juan Benet por la calle, debió ser a finales de 1964, más o menos en la confluencia de Goya con Doctor Esquerdo. Nosotros [vivían los Ferlosio en Doctor Esquerdo] habíamos bajado a dar una vuelta, regresábamos a casa, y él caminaba en dirección opuesta. ´Mira –le dije a Rafael— ese que viene allí es Juan Benet, ¿te acuerdas?, de las tertulias de Gambrinus`. No había cambiado absolutamente nada, a pesar del tiempo transcurrido. Rafael lo negó. ´Se parece a Juan Benet, pero no es. Ese chico andará por los veinte años, un estudiante`. Pero se acercaba sonriendo hacia nosotros, se paró a saludarnos y se parecía tanto a Benet que era Juan Benet”.

Sed de tertulia

Benet les dijo que vivía en El Viso (y ahí vivió, hasta su muerte), tenía los cuatro hijos que le sobreviven, y “había salido a dar un paseo porque, dada su larga permanencia en espacios abiertos, a veces necesitaba caminar”. Era, ya se sabe, un importante ingeniero civil, empeñado en obras de larga duración, y recalaba en Madrid de vez en cuando. Aquella noche del reencuentro terminaron tomando un café en la casa de los Ferlosio. Fue el principio de una hermosa amistad, que duró, por así decirlo, toda la vida, pues terminaron de hablar esa madrugada y luego hablarían, y discutirían, hasta que la vida de Juan acabó, demasiado pronto. “De lo que Juan tenía sed –se notaba en seguida— era de tertulia. De palabra-palabra. Y en la cocina de Doctor Esquerdo [la casa de Carmiña y de Rafael], para eso había barra libre”.

No cesaron de discutir, y de amarse, a veces a regañadientes. Una vez, en una sala de exposiciones de la Universidad de Salamanca, los vi discutir a ella y a Benet a propósito de lo mismo, es decir, de lo comprensible y de lo incomprensible en literatura. Parecían colegiales en el recreo, disputándose la razón, y dándosela mutuamente para dejarle espacio a la risa. Entonces eran amigos que buscaban encontrarse para molestarse y para terminar felices sin ponerse fronteras a sus respectivos desdenes. Hasta que era ella la que regresaba a la sonrisa mientras Benet insistía en molestarla con su cara impasible, anglosajona, ante la que ella se enrabietaba.

Pasajes memorables

Aquí, en este libro, hay algunos pasajes memorables de esos encuentros (que no eran desencuentros: siempre se reencontraban). Discutieron sobre Nunca llegarás a nada, libro en el que él explicaba su probable autobiografía de escritor que nunca iba a tener demasiados lectores, o de La inspiración y el estilo, en el que Benet volcó sus primitivas ansiedades de escritor que, probablemente, se quedaría sin público. Sus discrepancias juveniles (y ya adultas) llegaron hasta la época en que ya no estaba Benet, y fueron parte de esa conferencia que José Teruel rescata en este libro precioso.

Después de los encuentros y de los desencuentros siguieron viéndose o intuyéndose. Esos dimes y diretes eran la salsa de sus vidas y se siguieron produciendo hasta la muerte de Juan, en enero de 1993, y más allá. En la conferencia posterior de Carmen Martín Gaite (recogida en este libro y pronunciada en 1996) reapareció Benet para seguir discutiendo con ella acerca de lo que los dividía: la comprensión (o la incomprensión) del texto.

Posteridad

En esa conferencia dijo que Benet “siempre fue divertido y estimulante” para discutir, y eso precisamente es lo que iba a seguir haciendo aun en su ausencia. Explicó Carmiña ante el auditorio, recordando a su amigo, que había sido “un estudiante larguirucho con cara de jirafa que sólo abre la boca para discrepar en tono entre displicente y bien humorado”. Pero la almendra de este recuerdo, centrado en la página 191 de la selección de Teruel, es un excelente compendio de un tiempo, de un país y de unos escritores que llegarían a la posteridad como una generación, la del 50, que jamás perdió el sentido de calidad con la que se asomaron a la posguerra. He aquí como entró Benet en la vida de todos ellos:

“Estamos en los umbrales de la década de los cincuenta. Ese chico alto de gran nariz, estudiante de Caminos y gran conocedor de la literatura inglesa ha entrado en compañía del joven médico Luis Martín Santos en Gambrinus [hoy La Ancha] de la calle de Zorilla 7, se dirigen a los reservados del fondo, es por la tarde. Por allí andamos, en torno a una mesa, Eva Forest, Víctor Sánchez de Zavala, Francisco Pérez Navarro, Pepín Vidal, Miguel y Rafael Sánchez-Mazas Ferlosio (…) Y allí voy yo también recién licenciada en Románicas por Salamanca, con los ojos muy abiertos y feliz de haber caído en lo que se llamó pomposamente la Universidad Libre de Gambrinus”.

Ya por allí asomaban los libros más revolucionarios de Jean Paul Sartre y España, y aquella tertulia se preparaba para otra vida que tardaría en aparecer pero en la que ella, como algunos de sus retratados, entre ellos Benet o Ignacio Aldecoa, tendría el papel de la narración, la rabia y la alegría. Leer este libro es aproximarse a un cuaderno infinito que lleva su nombre como si el de Carmiña fuera el de un ojo insólito sobre un mundo inolvidable.