REPORTAJE

Los traductores: la lucha de los invisibles

En España se publican más de 13.000 títulos escritos originalmente en otros idiomas y volcados al castellano por uno de los actores más importantes del proceso editorial

Sin embargo, estos profesionales se sienten como practicantes de un oficio duro, solitario y difícil que pocas veces obtiene el reconocimiento que se merece

Borges fue uno de esos importantes escritores que también se implicó en la traducción.

Borges fue uno de esos importantes escritores que también se implicó en la traducción.

Eduardo Hojman

"La traducción –sostiene Isaac Bashevis Singer— es la esencia de la civilización moderna". En España se publican más de 13.000 títulos escritos originalmente en otros idiomas y volcados al castellano por uno de los actores más importantes del proceso editorial. Sin embargo, los traductores, esos que, según Alberto Manguel, conforman un "lector ideal, capaz de desmenuzar un texto, retirarle la piel, cortarlo hasta la médula, seguir cada arteria y cada vena y luego poner en pie a un nuevo ser viviente", se sienten, en muchos casos, como practicantes de un oficio duro, solitario y difícil que pocas veces, o casi nunca, obtiene el reconocimiento y la recompensa que se merece.

En España, traducir un libro del inglés al castellano (el par idiomático más habitual) se paga entre 12 y 15 euros por cada 2.100 caracteres, lo que, para un libro de tamaño medio, ronda entre 2.500 y 3.000 euros brutos para una tarea que suele llevar unos dos meses intensos de trabajo. Muy por debajo de las tarifas de Francia, Italia o Alemania. La concentración editorial y las diferencias de cambio resultan en que esos números son todavía más bajos en América Latina, lo que da como resultado que el castellano es uno de los idiomas europeos en los que peor se paga el trabajo de traducción.

"La situación es francamente preocupante –dice Magdalena Palmer, ganadora del premio de Traducción Ángel Crespo y con veinte años en la profesión–. Las tarifas han empeorado notablemente y hoy en día es casi imposible trabajar exclusivamente como traductor literario", con lo que coincide la mayoría de los traductores entrevistados. En ese sentido, el argentino radicado en Barcelona Andrés Ehrenhaus señala que "con la irrupción del ordenador y los programas de texto el recuento de caracteres fue ajustándose a favor del editor".

El periodista, traductor y profesor Carlos Mayor, premio de traducción Esther Benítez y con más de 400 títulos en su haber, también considera que la situación ha empeorado y sostiene que "la traducción literaria es una labor muy compleja que requiere una preparación especializada" y que "la mayoría de los editores no pagan adecuadamente". Otros miran la situación con ojos más optimistas: el periodista cultural y traductor Milo Krmpotic consigue, en la mayoría de los casos, negociar "tarifas más o menos correctas"; Cristina Macía, novelista, autora de libros de cocina y traductora de Juego de tronos, matiza que "habría que preguntarse si las cifras de venta dejan mucho margen de mejora".

Los editores, por su parte, son conscientes de ese desfase tarifario. Valeria Ciompi, directora editorial de Alianza, reconoce que "la endémica precariedad de la industria editorial no permite atribuir a un traductor la remuneración acorde a la importancia de su trabajo. Mientras que en los países anglosajones las tiradas mucho más elevadas permiten mejores remuneraciones, las tiradas medias en lengua española no soportan más costes a la hora de publicar".

Luis Solano, editor de Libros del Asteroide, se expresa en términos similares y explica que las expectativas de venta, más bajas en España que en otros países europeos, son un factor determinante. "El peso de la traducción en el catálogo de Asteroide es de entre un 75% y 80% de lo publicado y entre un tercio y la mitad de la inversión del libro se va a la traducción y a la edición del texto". Para Solano, una manera de mejorar en algún grado esa situación sería "pagar a los buenos lo mejor posible, mejor de lo que les paga la competencia. Lo que veo muy difícil es que eso que yo propongo lo acepte todo el mercado. Es un trabajo artesanal, el elemento más artesanal de todo el proceso editorial, y hay que pagarlo como una artesanía, estar dispuesto a remunerarlo y a la vez exigirle al traductor".

Según Ehrenhaus, uno de los cambios más notorios que tuvieron lugar en los últimos veinte años fue, justamente, la pérdida de esa cualidad artesanal. "A partir del salto tecnológico la traducción se profesionalizó y los traductores empezaron a tomarse la traducción como un trabajo más ligado a las necesidades de la producción que a las aficiones personales". Atrás quedaron los tiempos en los que importantes escritores incursionaban en la traducción, como en su momento lo hicieron Jorge Luis Borges o Julio Cortázar.

Un aspecto en el que sí se ha avanzado tiene que ver con otro de los principales reclamos de los traductores: la visibilidad. "La situación ha mejorado mucho –dice Cristina Macía–. Ahora el traductor tiene reconocimiento legal como coautor de la obra publicada, con todo lo que eso conlleva: contrato, derechos de autor, regalías". El papel del traductor ha adquirido más relevancia entre los editores y los lectores", afirma Mayor, quien reivindica el movimiento #TranslatorsOnTheCover, que impulsa la aparición del nombre del traductor en la cubierta como "un proceso de dignificación de nuestro trabajo" que muchas editoriales, especialmente en Catalunya, ya ponen en práctica.

Marta Sánchez-Nieves, traductora y actual presidenta de ACE-Traductores, afirma que "la situación no es buena. Las tarifas no se suben desde hace diez años, lo que nos deja en peor posición económica, los traductores no tenemos control sobre las nuevas formas de explotación como el libro electrónico y los audiolibros y, si bien se ha ganado en visibilidad, de visibilidad no se come". La ley de propiedad intelectual, según Sánchez-Nieves, que reconoce a los traductores como autores, los ampara "de iure, pero no de facto", ya que "no hay mecanismos para evitar que las editoriales se las salten".

El abogado Mario Sepúlveda, experto en la defensa de los derechos de los traductores, apostilla que "los mecanismos de defensa judicial siguen siendo impracticables para los traductores por su lentitud y carestía". La posibilidad de lograr alguna mejoría, dice Sepúlveda, "pasa por la organización de asociaciones fuertes y representativas que instauren mecanismos de negociación colectiva y pactos con carácter vinculante". Aconseja a los traductores "no firmar contratos a ciegas; asesorarse y tener conciencia de nuestros derechos". Para Ehrenhaus, "el traductor debe tratar de trabajar mejor cada día, lo cual implica saber qué hace y por qué. Hay que pedir más dinero cada vez, en cada contrato, en cada libro. La lucha es diaria, constante e intransferible".

Pero tal vez la lucha colectiva no sea fácil para un trabajo tan solitario. El poeta, editor y ensayista Arnau Pons, premio Nacional de Traducción, dice que él, después de haber atravesado toda clase de disgustos y disputas, prefiere "evitar el conflicto y acatar", ya que no vive de la traducción y elige "textos que me interpelan", un poco a la manera de la aristocracia de la traducción de otras épocas. Al final, lo que queda es ese placer del texto, el desafío intelectual, el esfuerzo cotidiano de llevar a cabo esa tarea que Umberto Eco definió como "el arte del fracaso".

Trabajos del fantasma

"Yo pienso que la invisibilidad es intrínseca a nuestra labor; no puede ser de otra forma. Aspiramos a desaparecer. Nuestra escritura es la única que intenta que nadie se fije en ella, que quiere ser literalmente invisible, algo en lo que la mente no se detenga en absoluto. Queremos no estar ahí". El escritor barcelonés Javier Calvo, uno de los traductores literarios más importantes de la actualidad, define así la labor de la traducción en su ensayo El fantasma en el libro, publicado en 2016. Pone, de esa manera, en escena uno de los dilemas más importantes de este oficio: si una buena traducción es aquella que no se nota, si el mejor elogio que se puede hacer de un libro volcado al castellano es que "no parece traducido", ¿cómo reivindicar, otorgar valor, a ojos tanto de los lectores como de las editoriales, y conseguir mejores condiciones a una intervención que se perfecciona "desapareciendo en la página" y que, según Javier Marías, posee "la grandeza de la humildad"?

En su ensayo, Calvo sobrevuela la historia de las traducciones, desde una Edad Heroica en que los practicantes de ese oficio podían, literalmente, cambiar la historia de la humanidad, crear y modificar imperios y formar mentalidades. "El matrimonio entre traducción y religión judeocristiana" dio forma a Occidente, afirma. "Las traducciones sucesivas de los textos sagrados generaron cambios políticos, guerras y eclosiones religiosas", precedidas por traductores "estrella" como Cicerón y san Jerónimo de Estridón, autor de la primera traducción canónica de la Biblia al latín.

En Hoy y mañana, su segunda parte, el libro se detiene en detalle sobre la situación de la traducción en un panorama "dominado aplastantemente por el idioma inglés", protagonista de un setenta y cinco por ciento de todas las traducciones que realizan en el mundo, lo que se refleja también en lo que ocurre en el ámbito hispanohablante. Como uno de sus más notorios exponentes, Calvo se mete de lleno en un proceso evolutivo que dio lugar a la creación de "una casta de operarios a quienes se valora principalmente por su eficiencia en términos de tiempo y dinero" y "un descenso gradual de la importancia cultural y literaria del traductor" y recorre los grandes nombres de la traducción en castellano, como Luis Cernuda, Miguel Azaña, José María Valverde o Manuel Serrat Crespo, así como la creación de una tradición hispanoamericana encabezada por la revista Sur, donde traducían Victoria Ocampo, Enrique Mallea, Sábato, Borges y Cortázar y que impuso un estilo más libre y menos ceñido al original, hasta llegar a la situación actual de concentración editorial que impone un "castellano correcto" o "nuestro". Respecto del futuro, Calvo predice la utilización cada vez mayor de software de traducción automática como forma de hacer "que nos quedemos sin trabajo". Como dice un traductor que prefirió mantenerse anónimo, "nuestro trabajo es como el de los ascensoristas: durante años fuimos una especie de criados privilegiados y ahora quieren reemplazarnos por una botonera".