Opinión | Décima avenida

Trump, de Iowa a la Casa Blanca

El regreso de Trump es tanto una victoria del conservadurismo como una derrota del progresismo, incapaz de redefinir lo que significa ser estadounidense hoy

El ex presidente de Estados Unidos Donald Trump sale de una pizzería en Waukee, Iowa.

El ex presidente de Estados Unidos Donald Trump sale de una pizzería en Waukee, Iowa. / AP Photo/Andrew Harnik

La democracia estadounidense en acción vista en los caucus de Iowa es un par de centenares de votantes en una iglesia, o un colegio, o una estación de bomberos, escuchando los argumentos de los representantes de los candidatos en liza y agrupándose en grupitos para después contarse a mano alzada. Cierto: los caucus son pintorescos, poco diversos y casi nada representativos de la realidad de EEUU, y la prensa estadounidense les da una importancia exagerada que dura lo que tarda New Hampshire en celebrar sus primarias. Y aun así, simbolizan una forma de ser de EEUU –blanca, rural, trabajadora, autogestionada, comunitaria, radicalmente democrática en sus procesos de decisión-- que a muchos estadounidenses les gusta pensar que es la auténtica alma del país. Desde su nacimiento, EEUU es un relato tan poderoso que es capaz de resistir hasta los envites de la realidad que lo niegan o lo cuestionan. En Iowa, creen que su caucus es la prueba de que EEUU es la mejor nación del mundo, inigualable y ejemplo para el resto. Nada que discutir, desde su punto de vista.

En ocasiones, cuesta entender la veloz evolución de la sociedad estadounidense, y cómo los pactos sociales y las coaliciones ideológicas han cambiado por completo. En poco más de un siglo, el partido que abogó por la abolición de la esclavitud (el Republicano) se ha convertido en el abanderado del nativismo estadounidense con evidentes componentes racistas y excluyentes. El partido del sur esclavista (el Demócrata) que construyó el segregacionismo se arrogó la causa de los derechos civiles. Este mismo partido, antaño el de los latifundistas sureños, recibe hoy el apoyo de amplias capas de la población mejor educada y con mayores ingresos, y en el Republicano cuesta encontrar, más allá de algunos de sus donantes, restos de la formación que representaba el norte industrial.

La potente narrativa fundacional durante décadas ha tildado de socialista o comunista cualquier intento de representación de las clases trabajadoras, y poco a poco los más desfavorecidos se han encontrado sin voz política. Hoy, convencidos de ser víctimas de la globalización, se aferran al relato y se consideran los representantes de ese EEUU –rural, trabajador, autogestionado, comunitario, radicalmente democrático en sus procesos de decisión y... blanco— cuyos cimientos nadie se ha atrevido nunca a cuestionar a pesar de las obvias contradicciones desde su nacimiento (de la esclavitud a la desigualdad de riqueza, por no extenderse mucho en los ejemplos). De ahí ese MAGA, volver a hacer grande a América. ¿Quién puede oponerse a ello? ¿Quién se atreve a cuestionarlo, si su argumentario es un compendio (caricaturizado, extremo y manipulado, pero enraizado con los mitos fundacionales) de lo que EEUU lleva diciéndose a sí mismo desde su nacimiento?

Donald Trump juega con una carta imbatible, para derrotarlo habría que admitir unas verdades muy incómodas sobre preguntas esenciales del carácter estadounidense: qué es ser estadounidense, cuál es el papel de la religión, cuáles son las obligaciones del Estado y sus límites, hasta qué punto siguen teniendo vigencia mitos fundacionales explícitos o implícitos como el ‘melting pot’ (crisol de culturas), la naturaleza emprendedora del individuo, la sabiduría del mercado, la demonización del Estado, la efectividad del exhaustivo sistema de ‘checks and balances’ cuando el partidismo es monolítico, etcétera. La progresía estadounidense nunca ha cuestionado las preguntas esenciales. Por incomparecencia, las ha convertido en verdades inapelables. De ahí que el nativismo, siempre presente, cuando se han dado las circunstancias adecuadas sea imparable, hagamos grande América otra vez.

Una parte muy importante de los estadounidenses sienten miedo del presente y del futuro. Consideran amenazada la esencia de lo que significa ser estadounidense por unas élites alejadas de la realidad en sus 'condos' maravillosos, una globalización que EEUU ya no lidera y una multiculturalidad que da lugar a decenas de políticas de identidad que ven ininteligibles y agresivas. Trump se nutre de ellos, y va directo hacia otros cuatro años en la Casa Blanca. Es tanto una victoria del conservadurismo como una derrota del progresismo (liberalismo en terminología estadounidense), incapaz de redefinir lo que significa ser estadounidense hoy.