Opinión | PARECE UNA TONTERÍA
Formas de pasar el tiempo
Solo recordaba a mi compañero de instituto de hacía treinta años. ¿Cómo había podido pasar tanto tiempo –tres décadas– desde el pasado febrero?
Paré a echar gasolina hace seis semanas, camino de Pontevedra. Dudé, pero al final llené el depósito. Cada vez que lo hago siento que me dan una paliza y durante varios kilómetros conduzco con una rara tristeza entre las manos. Pasó algo extraordinario esa mañana. Salió el empleado de la gasolinera y me llamó por mi nombre. Tardé dos segundos en reconocerlo. ¡Era Atanes! Habíamos estudiado juntos en el instituto. «Cuantísimos años», dije asombrado, y me lancé a darle un abrazo, que él correspondió como pudo porque maniobraba para meter la manguera en el depósito. «Hombre, no tantos. Nos vimos en carnaval». Me quedé chafadísimo. Yo solo lo recordaba de hacía treinta años. ¿Cómo había podido pasar tanto tiempo –tres décadas– desde el pasado febrero?
Me fui, y a mitad de camino me acordé de otra experiencia extrañísima con el transcurso del tiempo que había tenido una ciudadana sudafricana, llamada Lydia Lipman, que relató hace algunas semanas en una carta a The New York Times. A mediados de los setenta, después de completar los estudios universitarios, su esposo consiguió una pasantía en el Hospital Bellevue de Nueva York, y se mudaron. Alquilaron un modesto apartamento en la calle 72, entre Central Park West y Colombus Avenue. «Un pequeño restaurante italiano en la esquina de la calle se convirtió en nuestra cocina al menos cuatro noches a la semana», contaba. Allí trabajaba una camarera a la que ellos llamaban Olive Oyl. «Tiraba los menús sobre el mantel de plástico, servía una jarra de vino de la casa y se alejaba hasta que estuviésemos listos para pedir». Casi siempre tomaban lo mismo: almejas casino, ternera a la parmesana y un canoli para compartir.
Cuando caducaron sus visas regresaron a Sudáfrica. Siete años después, con motivo de una conferencia, volvieron a Nueva York y visitaron su antiguo restaurante. Allí seguía Olive Oyl, que se acercó, tiró los menús sobre la mesa y se alejó. Pero después de unos pasos se detuvo, se dio la vuelta, los miró fijamente y preguntó: «No os hemos visto en un par de semanas. ¿Os habéis mudado a otro barrio?».
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