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La intrahistoria

"Seguimos sin un tren digno, sin una autovía entre las dos capitales, y somos los segundos que más esperamos para una operación"

Bombardeo israelí en Rafah, en la Franja de Gaza.

Bombardeo israelí en Rafah, en la Franja de Gaza. / EP

Corren malos tiempos para la duda, o lo que es lo mismo, para el sentido común. Ahora se exige tomar partido enseguida, tener las ideas claras, o lo que vuelve a ser lo mismo, fosilizadas, y no moverse de la posición, ya no para salir en la foto, sino para existir. O contra Rusia o contra Ucrania. O contra Israel o contra Palestina. Los matices ni importan ni se los contempla. 

En medio, la intrahistoria, como nos enseñó Unamuno, ese gran escritor y pensador que fue también el rey de las paradojas y los cambios de opinión. En medio, como nos muestra la televisión una y otra vez, los habitantes de Ucrania o de Gaza, los hospitales que no pueden evacuar a sus enfermos en el plazo que les han dado, la gente corriente, los niños. Pero las posturas deben permanecer firmes, sin inclinarse a ningún lado, no sea que la balanza se equilibre y descubramos que todo forma parte de la misma monstruosidad, de un juego de poder en el que nadie está a salvo.  Ahora la actualidad está focalizada en Gaza, pero la guerra de Ucrania continúa y en Argentina ha sido elegido presidente un señor que habla con su perro muerto y que no cree en el bienestar social y sí en la privatización a mansalva. 

Aquí, en España, la cosa no mejora, con un país crispado y dividido en el que las chispas saltan sin provocar incendios, quizá porque somos más civilizados de lo que pensamos. Tenemos una clase política, elegida por nosotros, que, en muchas ocasiones, no está a la altura de lo que se les pide, como si vivieran ajenos a quienes votan. Llevan al congreso un mundo irreal en el que de nuevo, lo importante queda desplazado por discusiones estériles en ese minuto de gloria del piloto rojo encendido. La gente corriente, la de la intrahistoria, la que levanta el país a las seis de la mañana y llega a su casa reventada de trabajar, sin ganas de leer cuentos a los hijos, o sin hijos porque ya no creen en cuentos, queda al margen de los pasillos y salones solo pisados por zapatos impolutos. 

A esos lugares no llegan las botas del campo, ni las de los ganaderos, ni las zapatillas de andar por casa desgastadas de tanto ir para arriba y para abajo, ni las de los niños que aprietan en la puntera porque este año no hay para otro número más. Mientras ellos hablan de independencia o de amnistía, el campo se muere, tanto en Castilla como Cataluña, sin entender de idiosincrasias y sí de políticas eficaces de ayuda. También se mueren los pueblos sin jóvenes y sin escuelas, y llevan una muerte lenta las residencias de ancianos a las que nunca llega el clamor de las batallas de los diputados. Mientras se pierde el tiempo en medidas confeti, que brillarán un momento, y acabarán pisoteadas enseguida, los problemas crecen en los lugares a los que nunca llegan soluciones. 

Aquí, por ejemplo, sin ir más lejos, seguimos sin un tren digno, sin una autovía entre las dos capitales, y somos los segundos que más esperamos para una operación. Eso si hay médicos, porque tampoco quieren venir a una comunidad que va tomando un aire a parque temático para turistas de fin de semana y puente. 

Me pregunto cuándo se acabará la paciencia de que pagan los mismos impuestos y reciben muchas menos prestaciones. Somos pocos al lado de los favorecidos, sí, pero la gota que colma el vaso también excava la piedra, poco a poco, y cuando la erosión transforme el paisaje, quedará un desierto inhabitado y hostil, donde las promesas incumplidas de los políticos no germinen, sobre todo porque han dejado que se marchite la esperanza en que habrá un futuro mejor para nuestros hijos, la peor desilusión posible.