Opinión
Un reto inaplazable
Necesitamos descarbonizar la industria agroalimentaria y conseguir que, en la medida de lo posible, la agricultura y la ganadería sean capaces de regenerar y no solo de degradar
Hasta hace no mucho, hablar en la misma charla de la dieta y del cambio climático parecía un sinsentido. Recuerdo incluso una conferencia en un pueblo valenciano, allá por 2017, en la que me tuve que enfrentar a la incredulidad de parte de los asistentes al explicar el impacto de la ganadería sobre las emisiones de gases de efecto invernadero. Alguno incluso me preguntó, de forma algo ingenua pero totalmente comprensible, si esa emisión de gases se producía al cocinar la carne.
Así estábamos no hace tanto. Sin embargo, la situación ha cambiado, y a nadie le extraña que se relacionen las decisiones que tomamos en la verdulería o en el pasillo del supermercado con el impacto ambiental de nuestra compra, particularmente en aquello que tenga que ver con el calentamiento global. Aun así, nos queda un largo camino por recorrer.
El mundo se calienta a pasos acelerados, pero los efectos del cambio climático en los cultivos y la ganadería no se circunscriben únicamente a la subida de temperaturas, que afecta al desarrollo de las plantas, al bienestar de los animales y al funcionamiento de los ecosistemas sin los que nuestros campos y pastos no podrían existir. Hablamos también de menor disponibilidad de agua, debido a las sequías y a la mayor torrencialidad de las precipitaciones, a los impactos de fenómenos extremos que ya no son tan extraordinarios, a las plagas que vuelven y otras que aparecen por primera vez, al encarecimiento de los insumos y del transporte en un mundo que aún come, básicamente, petróleo. Porque sí: casi toda nuestra agricultura y ganadería depende de los combustibles fósiles. Para los fertilizantes y pesticidas, para traernos el grano cultivado a miles de kilómetros, para el bombeo de agua en un país sediento, para el transporte de mercancías.
El imperativo de cambiar el sistema agrícola (por sí solo, capaz de empujar el mundo más allá del umbral del aumento de temperatura de 1,5ºC, marcado como límite en el acuerdo de París) es mirar de cara a algunos de los mayores retos globales a los que se enfrenta la humanidad. Necesitamos descarbonizar la industria agroalimentaria, no solo el transporte o la producción de electricidad, y conseguir que, en la medida de lo posible, la agricultura y la ganadería sean capaces de regenerar y no solo de degradar. No es solo un cambio tecnológico, sino fundamentalmente cultural.
Deberemos asumir que el futuro pasa por comer menos carne, tanto por salud (lo recuerda periódicamente la OMS) como por su desproporcionado impacto; la huella ambiental de la ganadería alcanza el 83% de la tierra cultivada, pero únicamente aporta el 18% de las calorías. Tendremos que ser capaces de reducir drásticamente el desperdicio alimentario, cuya contribución global al cambio climático es equiparable a las emisiones de un país europeo. Y necesitamos poner, aquí también, la desigualdad en el centro: las desigualdades generan insostenibilidad, y esta a su vez se alimenta de la desigualdad. En pocos casos es tan patente y doloroso como con la alimentación mundial.
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