Opinión | CLÁSICOS DEL VERANO

La salida

¿Qué es lo que hace que valgan la pena los atascos de la A3, las colas en los aeropuertos, las luchas por meter las maletas de mano, los errores en las reservas, las discusiones por el peso del equipaje o las aglomeraciones?

Guía completa para viajar en coche en verano

Guía completa para viajar en coche en verano

Llega ese tiempo anhelado durante todo el ciclo de 365 días y cuarto y pico que parece ser que tarda la tierra en darse una vueltecita alrededor del Sol. Ese tiempo en el que nos libramos de algunas cosas -el jefe, los atascos diarios, los madrugones, o el entorno habitual- y nos sentimos autorizados a hacer aquello que nos gusta más. Por ejemplo nada... o muy poco. O todo lo contrario: tener una agenda de visitas culturales y actividades varias que llenan cada segundo del espacio entre las agujas del reloj. Y en ese tiempo que llamamos vacaciones de verano en este país de gente variopinta, se dan cita una serie de tópicos inevitables.

Escribiré hoy sobre "la salida", el momento de emprender la marcha, algo así como Homero saliendo a darse una vuelta por Troya... aunque menos épico, o quizá sólo menos poético, porque meter las maletas, la sombrilla, las sillas plegables, a los niños, a la abuelita, al perro y al loro con su jaula (¿se sigue pudiendo tener este tipo de pájaros en casa?) en el coche puede ser una guerra a la que ni Aquiles se atrevería a ir.

¡Ah! Decir "operación salida" en el Madrid en el que vivo es volver a imágenes de mi infancia: coches con baca -¿hay muchos jóvenes que sepan lo que es una baca con b de burro?- y sombrilla encima, más un número de maletas cercano a infinito, cuatrocientos kilómetros laaargos con paisajes de girasoles y amaneceres muy claros. Íbamos a la Comunidad Valenciana (esa playa de los madrileños, si me permiten la broma) y salíamos a las tres o las cuatro de la madrugada porque a mi querido padre -que el Señor tenga en su gloria- le encantaba conducir de noche y evitar los camiones y el tráfico. No se vayan a pensar que nos íbamos a un hotel de lujo con pulserita y alcohol a cascoporro. Eso son cosas "de ahora".

Durante dieciséis años acabé en el mismo pueblecito a ocho kilómetros de la playa y a ocho kilómetros de Denia, en un hotel discreto, muy sencillo. Mi padre fue en eso un avanzado a su tiempo y decía que aunque redujésemos la estancia mi madre merecía igualmente descansar, y en un apartamento alquilado tendría que acabar limpiando y lavando y quizá también cocinando. Me recuerdo a mí mismo haciendo listas de cosas que quería llevarme a la playa. Jamás olvidaré los preparativos de 1991 cuando incluí en mi mochila La herida de la esfinge de Terenci Moix y un nuevo mundo se abrió para mí.

Pero luego me di cuenta de que la foto del coche repleto, el padre con tripa y sandalias con calcetines y los críos chinchándose en el asiento de atrás mientras la playa parecía estar cada vez más lejos en vez de cada vez más cerca... se me antojó un tanto carpetovetónica y quise pensar en otro tipo de salidas.

Y no sólo las que hoy se hacen en automóviles enormes con gran maletero en el que casi cabría un Seiscientos, chavales provistos con tabletas -cada uno la suya para que no discutan, lo que sin duda exigirá que ambas lleven la batería a tope y algunos cargadores por si acaso- y aire acondicionado a máxima potencia, con asientos hiperergonómicos, tan distintos de los descritos en el párrafo anterior, los de hace cuatro décadas, aunque su destino siga siendo la playa; sino también las salidas en avión hacia destinos exóticos y lejanos (por eso intuyo que son exóticos, claro), o hacia el aeropuerto más cercano a la ciudad de origen donde están los padres, los abuelos, los amigos del colegio; las salidas en tren; las peregrinaciones en bicicleta; las furgonetas alquiladas entre amigos amantes del aire puro de las casas rurales de montaña, e incluso los cruceros de lujo, o de menos lujo.

Pensé que ahora es más frecuente que los adolescentes que acaban de alcanzar la mayoría de edad planeen viajes juntos a Gandía a jugar al voleibol en la playa, a tirarse horas y horas al bronceado vivo, y a ir de discoteca en discoteca; que los amigos celebren despedidas de soltero que duran un fin de semana o más en Ibiza o en Oporto, y que las personas, cada día más solas y menos emparejadas, compren su billete de Alta Velocidad y lleguen a la ciudad califal o la deliciosa Astorga de Gaudí casi antes de que les dé tiempo a abrir un libro y compaginar la lectura con la contemplación del paisaje.

Y entonces me pregunté, ¿qué tienen todas estas salidas en común? ¿Qué es lo que hace que valgan la pena los atascos de la A3, las colas en los aeropuertos, las luchas por meter las maletas de mano, el estupendo pero muchas veces inexperto personal de verano en hoteles y cafeterías, los errores en las reservas, las discusiones por el peso y el tamaño de los equipajes o las aglomeraciones en todas partes?

La excitación; los nervios -esos que hacen que se te olvide lo más obvio aunque hayas repasado varias veces la lista de lo que no debe faltar en tus días de descanso-; las ganas de ver a ese amigo de verano, a la abuelita, o a ese medio amor que mantienes en la distancia; el ansia por ver en directo esa pintura con la que llevas toda la vida soñando y cuyo gran tamaño impide que ninguna reproducción en libros o pósters sea capaz de recoger la grandeza de los detalles; el delicioso anhelo de ver la puesta de sol en A Coruña; la atracción del misterio esotérico de ciertos rincones de Turín, o la justificada necesidad de tirarte bajo la sombrilla y no salir. La alegría, en definitiva; la luz interior de ir hacia aquello que uno realmente desea. Como se suele decir, muchas veces el sábado es lo mejor del domingo. El deseo. Siempre el deseo.