Opinión | NOSTALGIA LUDITA

El iPhone de Julio Cortázar

Mi generación es anfibia, digital pero con algún recuerdo prehistórico analógico: los móviles entraron en mi vida justo cuando yo entré en el mundo laboral

Un muchacho consulta su teléfono móvil

Un muchacho consulta su teléfono móvil

Contaba Julio Cortázar en 1962 que “cuando te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj”. Porque recibes, también, la necesidad de darle cuerda, la obligación de llegar a la hora exacta, el miedo de perderlo o que te lo roben, de que caiga al suelo y se rompa. Y, sobre todo, la tendencia a asociarte a la marca y a compararlo con los demás relojes. Ahora cambien el reloj por un iPhone, un Android, cualquiera de esos teléfonos inteligentes que a veces han convertido nuestras vidas en más memas.

Hace unos días leía el reportaje 'Young people have no idea what we used to do after work', en la publicación 'Slate', y era imposible no pensar en ese maldito reloj. En ella, una firma de unos 50 años se propone contarle a sus compañeros veintañeros cómo era su vida antes de encadenarla a un móvil. Ella misma dice que le dio tiempo a currar a tiempo parcial, sacarse unos estudios y salir de copas o al cine muchos días. ¿El secreto? Desde las cinco de la tarde, cuando acababa su trabajo, no volvía a saber nada de él hasta la mañana siguiente (ni SMS, ni WhatsApp, ni Slack… ¡ni 'mails'!).

Mi generación es anfibia, digital pero con algún recuerdo prehistórico analógico: los móviles entraron en mi vida justo cuando yo entré en el mundo laboral. Me acuerdo, por ejemplo, de que yo pensaba en los semáforos. Ya, no era un gran pensador: menos de un minuto y eso cuando el disco me acogía en rojo (pero ahora hasta Sófocles sacaría el móvil para esos instantes). Lo mismo pasa con el tiempo de alivio en el baño: uno de mis primeros jefes (no revelaré, por pudor, su identidad) me contó que él solo pensaba en el váter. Ahora, en el trono da tiempo a actualizar Twitter cuatro veces. ¿Sería mejor el mundo si pensáramos 12 segundos en el semáforo y cinco minutos mientras defecamos? Imposible saberlo, si no dedico mi próxima visita al retrete a meditarlo.

Recuerdo cuando teníamos nombres de 'mail' absurdos (yo me paseé por el mundo, y hasta envié solicitudes laborales y románticas, con un hotmail llamado 'vivoenbarriosesamo'), quedábamos en un sitio y a una hora (a veces la otra persona no aparecía, era algo así como de comedia de Billy Wilder, pero al menos no cambiaba el plan 10 veces en los últimos 10 minutos), nos reuníamos una noche por semana para ver 'La Hora Chanante' y nos sabíamos de memoria aquel DVD de 'Barry Lyndon' (cero bloqueo en el menú de Netflix) y nos inventábamos la letra de 'Reach Out 'de los Four Tops (¡Richard!) porque no había Google Lyrics. Un verano, llevábamos un VHS de Tojeiro a cada piso donde celebrábamos fiestas. Cuando, en un bar, surgía una duda (el caudal de un río, el año de publicación de tal disco o las nefastas estadísticas de un delantero del Madrid) podíamos pasarnos dos horas discutiendo (recuerdo cuando surgió un teléfono de pago donde podías llamar para preguntar dudas y llamábamos para preguntar el número de teléfono donde podías llamar para preguntar dudas -que éramos idiotas no hacía falta preguntarlo). Y, sobre todo, no estábamos localizables 24 horas para la autoridad (los padres, el trabajo, la policía, incluso). Ni el teléfono por donde hablas de 'tuppers' con tu madre y de tristezas o euforias con tu pareja era el mismo por donde te reclaman tu trabajo (o una factura electrónica). 

“Echo de menos los tiempos cuando solo los asesinos tenían un móvil”, escribió Gonzalo Suárez y suscribo yo ahora. Es obvio que quizás haya algo de nostalgia ludita ahí, pero a mí me daba tiempo de pensar un poco más en mis cosas, aunque solo fuera en semáforos y váteres. Creo que voy a ponerlo en modo avión en pasos de cebra, tronos de Roca y también después de enviar esta columna.