Opinión | MUERTE EN EL MAR

Naufragios dispares

Los esfuerzos para rescatar al Titan contrastan con la inacción en el hundimiento del pesquero Adriana en las aguas griegas

Imagen del Titán.

Imagen del Titán.

Durante cuatro días, el destino de un sumergible que había descendido a las profundidades del Atlántico para observar los restos del Titanic ha atraído la atención de los medios de comunicación y movilizado costosos recursos humanos y técnicos para intentar rescatar con vida a sus cinco ocupantes. Finalmente, el despliegue de medios públicos y privados de varios países sólo ha servido para localizar fragmentos del Titan esparcidos en el fondo marino, confirmando un accidente catastrófico que muy probablemente habría acabado con la vida de todo su pasaje poco después de iniciar el viaje.  

Todo esto ha sucedido prácticamente al mismo tiempo que el pesquero Adriana se hundía en el Mediterráneo, dejando casi un centenar de cadáveres en las aguas griegas y medio millar de desaparecidos que intentaban llegar a Italia desde las costas de Libia. En las aguas del Atlántico norte se realizó un gran esfuerzo, pero el dispositivo de patrulla marítima griega se lavó las manos, amparándose teóricamente en la negativa de los inmigrantes a ser desviados de su travesía. Las leyes del mar, ante una nave en situación de peligro evidente, no sostienen esta excusa, así que, como mínimo, se puede hablar de negligencia culpable, si no de puro y simple desprecio por la vida de centenares de adultos y niños. Sin apenas respiro entre un hecho y otro, se conocía también la muerte de una cuarentena de ocupantes de una lancha a media singladura entre las costas de África y Canarias, en aguas responsabilidad de los servicios de rescate españoles, que no intervinieron dado que Marruecos había comunicado que se haría cargo. Tras 12 horas esperando a unos u otros sin que llegara ayuda alguna, sólo se pudo rescatar a una veintena de personas.  

La comparación resulta hiriente. También puede generar debate la atención informativa prestada a cada caso. Cabe considerar, con todo, el componente emocional que supone no el luto por una muerte ya consumada, sino imaginar a un grupo de personas encerradas en las profundidades esperando su rescate en una cuenta atrás letal: algo que provoca un interés profundamente humano, independientemente de la condición de las víctimas. Sucedió con el rescate de mineros en Chile, el de un grupo de niños en una cueva de Tailandia, el hundimiento del submarino Kursk o la caída mortal del niño Julen en un pozo de Málaga. 

La condición de millonarios de algunos de los ocupantes del Titan, y la finalidad recreativa de su arriesgada inmersión, frente a la situación de necesidad de los migrantes que intentan llegar a Europa, ha movilizado también otros impulsos. No sólo una justificada sensación de injusticia comparativa, sino también muestras de falta de empatía hacia la suerte de los ocupantes del Titan, en línea con las bajas pulsiones que suelen expresarse desde el anonimato en las redes. Quizás haya quien pretenda seguir dedicando esfuerzos a localizar los restos del Titan, pero el doble rasero que se exhibiría al destinar más medios a ello que a salvar refugiados en riesgo de naufragio en alta mar sería insosteniblemente hiriente.