Opinión | A PIE DE PÁGINA

Propinas, entre la gratitud y el abuso

La costumbre tiene sus raíces en un mundo de señores y sirvientes. Los viajeros adoptaron esta práctica para demostrar sofisticación, y se arraigó sobre la base de la desigualdad racial

Propina en una terraza.

Propina en una terraza. / ALVARO MONGE

Un vistazo rápido podría hacerte creer que es una práctica inofensiva, un modo de reconocer un servicio sobresaliente con un gesto amable. Incluso después de un tiempo en San Francisco, no deja de sorprender cómo el dar propina se ha transformado en un fenómeno omnipresente, que erosiona la economía y perjudica a quienes más desprotegidos están. A esto se le suma el haberse convertido en una obligación para el consumidor quien se ve obligado a pagar un 20% adicional en casi todo. No siempre fue así. Hubo un tiempo en que este gesto hoy tan común, era considerado profundamente antiamericano.

La costumbre tiene sus raíces en la Europa feudal, un mundo de señores y sirvientes. Los viajeros adoptaron esta práctica para demostrar sofisticación, y se arraigó en América del Norte sobre la base de la desigualdad racial. Los empresarios buscaban reducir los salarios de los trabajadores recién liberados, que antes habían sido esclavos, y adoptaron las propinas como un medio para seguir explotándolos.

A principios del siglo XX, incluso había reticencia a que los trabajadores blancos, con un estatus social superior, las recibieran. Por lo tanto, la tradición de dar propinas no solo perpetuó la desigualdad racial, sino que también reforzó estereotipos degradantes hacia las comunidades de color. Y a pesar de varios intentos a lo largo de los años por prohibirlas, el sector servicios siempre ha luchado por mantenerlas, ya que permite pagar salarios miserables, dejando en manos de los clientes la responsabilidad de completar los ingresos de los trabajadores.

Esta expectativa se ha extendido a diversas industrias, como restaurantes, hoteles y taxis, e incluso a la hora de comprar un simple café en Starbucks, donde se espera que pagues un 20% adicional para que te lo entreguen al final de la barra. Y si no haya tú y tu conciencia. Pero la mala cara, incluso la bronca, te la llevas puesta. Es cultural, y también un medio de subsistencia. No nos puede extrañar, la mala cara.

Lo que comenzó como un gesto discrecional se ha convertido en una necesidad financiera para muchos trabajadores del sector servicios. Los empresarios justifican las propinas como un incentivo para brindar un mejor servicio, pero esta dependencia crea inestabilidad para los trabajadores menos cualificados que ya enfrentan suficientes desafíos. Grupos vulnerables, como mujeres, personas de color y migrantes, a menudo son víctimas de disparidades salariales y prácticas discriminatorias en el sector, lo que refuerza la desigualdad.

La naturaleza impredecible e irregular de las propinas, sumada a la falta de regulación, expone a los trabajadores a abusos y desprotección. También a los clientes que se ven obligados a pagar por encima de los precios reportados. Esto contribuye a la economía sumergida porque a pesar de ser obligatorio declararlas hay muchos incentivos para no hacerlo.

Además, la dependencia de la generosidad de los clientes para llegar a fin de mes empuja a los trabajadores a tolerar comportamientos inapropiados para asegurar sus ingresos. Esta situación erosiona la dignidad de los trabajadores y perpetúa un ciclo de desigualdad, reforzando la dinámica de poder entre quienes dan y reciben propinas. Pero también entre quienes las institucionalizan y quienes acaban haciéndose cargo de gastos que no son suyos.

En última instancia, esta economía de las propinas lo único que hace es generar un sistema paralelo que encarece los servicios y reduce los salarios. No se trata de prohibirlas, sino de asumir que son un extra ocasional y no un complemento salarial establecido a costa que los clientes paguen por encima del precio. Pareciera la solución más justa.