Opinión | LA PLAZA Y EL PALACIO

Mi pasión por Suiza

Estos días los suizos deben de estar pasándolo mal, ahí, en mitad de Europa, convirtiéndose en los ricos más pobres del planeta, alimentando las risas de los envidiosos y el desprecio de los que nunca supieron apreciar más que el sol y la playa

Un niño en un bosque del cantón de Zúrich, en Suiza

Un niño en un bosque del cantón de Zúrich, en Suiza / unsplash

Yo siempre he querido ser suizo, Dios perdone mi falta de patriotismo, porque es conocido que Suiza no descubrió ni evangelizó la mitad del orbe, como España. Mi pasión por Suiza me ha llevado a renegar de mis más arraigadas convicciones, como cuando cuento el chiste aquel de uno que pregunta: "¿Tú crees que sería posible el socialismo en Suiza?", y el otro le responde: "Hombre, sí, pero sería una lástima". Nunca he entendido esas envidiosas opiniones que dicen que Suiza sólo ha aportado a la historia universal la navaja suiza y los relojes de cuco, pues ambos son bastante útiles, sobre todo la primera. Tampoco comprendo la idea, no menos suspicaz, de que Suiza es aburrida porque está todo muy ordenado y limpio. Lo mismo es que tras una vida aquí, en el sureste peninsular, hay cosas que uno echa de menos instintivamente. No es que haya viajado mucho por Suiza, pero que los pueblos sean silenciosos y huelan a queso o a chocolate me parece muy romántico

Pero tampoco es para exagerar, pues llegado el momento son capaces de dejar tuertos a los infantes por comerse una manzana, aunque luego maquillen la leyenda. También dieron ambiente para inspirar Frankenstein. En fin, Suiza, Ginebra, fue una de las ciudades de Borges y allí murió y allí reposa su inmortalidad en el cementerio de Plainpalais, uno de los más bellos y civilizados del mundo. Su último poema, Los conjurados, pone a los helvéticos como ejemplo de gente razonable que se reunió para llevarse bien desde 1291, y espera que en el futuro todos seamos así.

Y además siempre he querido ser suizo para ser rico. Porque ser rico con esos paisajes debe de ser una cosa seria. Lo mismo por eso son gente seria, porque mantienen el aliento para que no imaginen los vecinos la pasta que atesoran ni vengan a arrebatarles valles y venturosas cimas. Una vez fui a Zermatt, al pie del Cervino -simpáticamente apodada "la montaña asesina"- y había que llegar en tren porque una carretera grande hubiera alterado el horizonte. Y ya sabe lo que se dice: si usted espera un tren y llega tarde, o no está en Suiza o su reloj no es suizo -si el reloj es de cuco, puede permitírsele alguna licencia, que bastante tiene con cantar-.

Y ahora va y se le hunde un banco. Un banco grande, de esos con apostura de iglesia: mármol y molduras doradas, oficinistas con pajarita y camisa blanca, alfombras en los despachos y cuidadoso silencio acerca del tráfico de divisas, aunque hayas sido rey, que no es casualidad que los suizos sean la república más antigua de Europa. Un banco calvinista en el que su discreción es el resultado de la bendición de Dios sobre los negocios. Pero ahora va y se hunde ese banco, un banco platónico, un banco de película antigua, en cinemascope, con glamurosos clientes que guardan, en cajas de seguridad, diamantes, fotos en sepia de la amante del abuelito de cuando la I Guerra Mundial y pistolas cromadas. Y me parece que de esto no tiene la culpa el cambio climático, que, eso sí, va fundiendo, como infantil helado, algunos glaciares, uno de los espectáculos más portentosos del mundo.

He ahí la demostración más certera de que todo lo sólido se va volviendo líquido, por ahora. Porque a este paso una Suiza gaseosa está al caer, en una vorágine de escombros: la Berna de Einstein, los perros San Bernardo, el vertiginoso teleférico del Mont Blanc, el monumento a la Reforma, las piedras del Jura, el Comité Olímpico Internacional. Es cierto que el banco en peligro ha sido absorbido por otro que ahora sumará un patrimonio superior al PIB de España. Pero eso es porque España dilapidó su fortuna descubriendo y evangelizando la mitad del orbe. De todas maneras soy incapaz de imaginar todo ese dinero, ni el sitio que ocupa, ni siquiera su olor. Tampoco alcanzo a imaginar, cuando dicen en la radio que se han volatilizado, por ejemplo, 1.000 millones de euros, dónde han ido a parar. Suelo pensar que a la península Arábiga, donde lo reciclan para hacer deportes. Pero lo mismo no es así. Lo mismo es una penosa metáfora del megasuperultraliberalismo, que más que mano invisible tiene pezuñas evidentes.

Nos ha sido dado vivir en un tiempo metafórico. Quizá yo, y usted, no somos más que metáforas. Las metáforas es lo único que soporta hoy en día el peso de la realidad. A lo mejor no alcanzamos a revelar su significado, pero, a poco sutil que uno sea, sabe que le están usando de metáfora, o que le están gastado una metáfora. Algo es algo. Lo mismo los suizos no son muy alegres: mire, sin ir más lejos, la obra de Paul Klee o de Rousseau, pero seguro que son buenos cazadores de metáforas. Estos días deben de estar pasándolo mal, ahí, en mitad de Europa, convirtiéndose en los ricos más pobres del planeta, puestos en escarnio público, alimentando las risas de los envidiosos y el desprecio de los que nunca supieron apreciar otra cosa que el sol y la playa.

En este tiempo en que regresan los Casios, en que los trenes descarrilan, en que los glaciares no resisten y en que los bancos adquieren el vicio de perderse sin que nadie pueda explicar auténticamente las causas, lo mismo ya no quiero ser suizo. Al menos con tanta vehemencia como antes. Conservaré la navaja que compré en el Museo de la Cruz Roja y las obras de Borges. Pero para cualquier otra cosa estoy abierto a las nuevas corrientes de la geografía y el turismo de tasas, digo de masas. Confieso que, antes, en aquellas épocas, decía: "Y si no puedo ser suizo, quiero ser catalán". Pero mire usted cómo estamos: mucho románico pero más zumbados que unas españolísimas castañuelas. Una vez vi un pueblo con unas diez casas al fondo de un fiordo noruego: es una alternativa, pero me dicen que en invierno hace demasiado frío. Poco a poco voy comprendiendo la poderosa y terrible verdad del poema de Kavafis: "No hallarás otra tierra ni otro mar. / La ciudad irá en ti siempre. Volverás / a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez; / en la misma casa encanecerás. / Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay- / ni caminos ni barco para ti".  

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