Opinión

Legalidad y fiscal general del Estado

Dolores Delgado

Dolores Delgado / EFE

 El ruido mediático y político que ensombrece los nombramientos de magistrados del Tribunal Constitucional y de la fiscal general del Estado, que aplica distintas varas de medir según quien expone sus lamentos, entraña una percepción de la nueva moral tan extrema, como peligrosa para el funcionamiento de las instituciones y nos retrotrae a épocas en las que lo privado constituía presupuesto para el ejercicio de cualquier actividad pública. Y esto sin entrar en el espinoso asunto de la exigencia de neutralidad política e ideológica de los adversarios, neutralidad que llega a considerar parciales a quienes profesan una forma de pensar, conservadora o progresista que, precisamente, se constituye en la causa de su elección por los partidos.

Nuestro sistema se asienta sobre la base de nombramientos que, a tales efectos, se dividen entre conservadores y progresistas, siendo ya común calcular la proporción entre ambos y sacar conclusiones acerca del sentido mismo de las actuaciones judiciales derivadas de un reparto en apariencia tan estricto. No ocultan los partidos sus inclinaciones, antes al contrario se refuerza la idea de que los órganos constitucionales deben ser conformados sobre la base de las mayorías consolidadas en el Congreso, pues estas reflejan la voluntad popular.

Lamentar luego la falta de imparcialidad de los elegidos atendiendo a posibles relaciones o antecedentes de proximidad ideológica, extremando las críticas y llevándolas más allá de las prohibiciones e incompatibilidades que la ley exige, resulta casi esperpéntico.

Es la ley y solo la ley la que determina el régimen orgánico de jueces y fiscales y los requisitos para su nombramiento, así como las causas de inelegibilidad y cese. Ir más allá, en el marco del modelo marcadamente partidista que tenemos, es abrir la puerta a la arbitrariedad más absoluta en un sistema ya de por sí propenso a ceder ante la voluntad de los aparatos partidarios. En un mundo en el que lo íntimo ha sucumbido ante lo noticiable, tampoco selectivo, exigir conductas éticamente irreprochables, en tiempos de morales falsas y absolutamente correctas, es entrar en terrenos pantanosos.

El nombramiento de Dolores Delgado como fiscal general del Estado, siendo la Fiscalía General un órgano de designación gubernamental que recae, normalmente, en personas próximas a la ideología del gobierno y los recursos frente a su designación son el paradigma de este conflicto entre las exigencias legales y las pretendidamente morales, siendo así que estas últimas carecen de base en las normas vigentes y son fruto de interpretaciones de difícil encaje en el ordenamiento jurídico.

Porque siempre fue así y así se pretendió. El fiscal general lo designa el gobierno. La Fiscalía es independiente, pero actúa la política criminal, un aspecto más de la política en general. Téngase en cuenta que, de cada cien delitos cometidos, solo doce llegan a juicio oral, lo que supone una labor decisoria acerca de qué se persigue con medios siempre limitados. Por ello esa vinculación con el gobierno, que no llega, ni puede llegar a los asuntos concretos, está en la base del sistema español. Y un sistema más perfecto que el que proclama la plena independencia de la Fiscalía y de cada fiscal, que causa auténticos dramas allá donde existe.

Delgado era ministra y ahora es fiscal general y no existe causa alguna que lo prohíba, como tampoco la hay para que un Juez que haya ejercido tales funciones regrese al ejercicio de la actividad jurisdiccional. Caso, por ejemplo, reciente, del ministro Juan Carlos Campo o antes de la ministra de Defensa. Y si la ley no lo prohíbe, está permitido. Poner en duda su legitimidad es poner bajo sospecha al sistema mismo. Y no es el primer caso. Moscoso fue ministro y después fiscal general; Leopoldo Torres, diputado y luego fiscal general. Y nada se dijo. Eran otros tiempos menos dados a la farsa y al exceso verbal. Fiscales Generales hubo sin anteriores cargos políticos, pero de imparcialidad dudosa. No olvidemos a Cardenal, que no tuvo cargos políticos previos. Esa no es la cuestión, pues, sino la profesionalidad de cada cual en el ejercicio de su función.

Es la ley y no las percepciones o las exigencias éticas, siempre débiles y subjetivas, la que debe presidir el funcionamiento de las instituciones. Eso es seguridad jurídica. Lo otro, mera táctica y peligrosa apertura a la arbitrariedad y a sustituir la norma por los intereses políticos inmediatos. Y si no se está de acuerdo con el sistema, se trata de cambiarlo, no de someterlo a interpretaciones que lo anulen de hecho.

Y, seamos honestos, Delgado ha actuado con plena independencia en el cargo que ocupa, lo que no significa que deba hacer lo que le piden los partidos, pues es la Fiscalía la competente para ejercitar o no las acciones penales.

Entiendo, pues, que el TS haya inadmitido el recurso planteado contra su designación por falta de legitimación y creo que, de haberse entrado en el fondo, aunque haya dos votos particulares que no comparto, el resultado hubiera sido el mismo o debiera haber sido el mismo.

Esa apelación constante a una ética inconcreta e interesada, que está calando hasta penetrar en la vida íntima de las personas, nos pone ante un escenario que no conduce a ningún sitio. O lo hace a épocas remotas de informes de buena conducta que siempre tienden a la uniformidad y a los perfiles bajos, sumisos y escasamente críticos. Tal vez “buenos” políticos, sin oficio y trayectoria, pero comprobadamente fieles es lo que se busca. Así nos va.