QUEMAR DESPUÉS DE LEER
Lo que une a Don DeLillo y Silvina Ocampo, por Laura Fernández
Decía David Foster Wallace que la mejor definición de una novela que aún se está escribiendo es la de un niño que sufre terriblemente y se te aparece en todas partes porque te necesita y que cargar con él es a la vez devastador y apasionante
El año 1992, Don DeLillo publicó una novela sobre un escritor de éxito, Bill Gray, que vive recluido desde hace años. Gray está por completo entregado a la batalla que libra con la que debería ser su próxima novela, una novela que no se deja escribir. Su título es Mao II (Seix Barral). Decía David Foster Wallace que esa novela contenía la mejor descripción de lo que para todo escritor es el libro que está escribiendo mientras lo escribe: la de un niño que sufre terriblemente. Un niño que reclama en todas partes y en todo momento la atención del escritor —aparece a los pies de la cama por la mañana, se arrastra bajo la mesa en el restaurante, le sigue, llamando clamorosamente la atención, por la calle— y por el que el escritor siente a la vez una compasión tremenda y un rechazo feroz.
Toda ficción, decía Wallace —le dejó escrito en un artículo titulado The Nature of Fun, es decir, La Naturaleza de la Diversión—, se aparece como algo “horriblemente defectuoso”, como “una caricatura terrorífica de la perfección con la que ha sido concebida”. Por eso, decía, la imagen del niño que sufre terriblemente, porque algo le falta, quizá la nariz, una oreja, cualquier cosa, pues aún está por hacer, aún es algo monstruoso, es extremadamente ajustada. “Lo quieres, pese a todo, porque es tuyo, y aceptas todos sus defectos, y aprendes a convivir con ellos”, insiste, y he aquí la ironía sobre la que DeLillo construye Mao II, la de cómo eso de lo que huyes no va a dejar de perseguirte porque, en el fondo, eres tú mismo.
Ocurre en Mao II —el título de la novela es una referencia a la famosa obra de Andy Warhol, la serigrafía en la que el dictador chino aparece coloreado y con los labios pintados, resignificado, transformado en todo aquello que también podría haber sido, y a la vez cosificado— que se suceden las escenas como instalaciones artísticas habituales en toda novela de Don DeLillo, y que se llega incluso a jugar con la idea de toparse con un personaje del autor protagonista dentro de la propia novela. Una tal Karen, a la que el asistente del escritor recoge en la carretera. Se detiene precisamente porque le parece alguien salido de un libro de Bill. Ella prácticamente no sabe quién es, ni por qué hace lo que hace. Karen podría ser, de hecho, la propia novela.
La forma en que DeLillo aparece en aquello que escribe siempre tiene que ver con su concepción del mundo. Su presencia en el texto es siempre conceptual —en Mao II no sólo se pregunta por el aspecto de toda obra cuando aún está en construcción, sino que analiza la idea de la multitud, llegando a la conclusión de que el futuro dependerá por completo de ella, y no equivocándose, porque por multitudes nos organizamos hoy—, y difícilmente podría ocurrir que se sitúase en el centro de la narración como aquello de lo que parte el mundo que está creando, como pasa en la recientemente recuperada La promesa (Lumen), de Silvina Ocampo, en la que la narradora es a la vez la novela que escribe, ese niño que sufre terriblemente, o que resulta de lo más defectuosamente imperfecto.
Silvina Ocampo, pieza clave del surrealismo escrito, y de toda literatura que desafíe lo real, o entienda la realidad como una convención limitada que debe superarse y puede hacerlo a través del arte, escribió La promesa en los años 70. Pero, como el Bill Gray de Mao II, le dio vueltas y vueltas durante años —la reescribió y reescribió—, sin llegar jamás a buen puerto, pues a su muerte permanecía inédita. En la novela, que se publicó finalmente en 2011, una mujer se inclina sobre la baranda de un transatlántico para recoger un broche y cae accidentalmente por la borda. Mientras el barco se aleja, convencida de que va a morir ahogada, le promete a Sant Rita —“la abogada de lo imposible”— que, si la salva, escribirá la historia de su vida.
Lo que escribe Ocampo es lo que escribe esa mujer a la deriva, la náufraga a la que los recuerdos se le agolpan, confundiéndola —¿Quién era toda esa gente que conocía? ¿De dónde habían salido? ¿Por qué?—, y alejándola del mundo —de lo colectivo— y devolviéndola a una individualidad en la que lo real deja de resultar fiable, por demasiado lejano y gris. La batalla que libró la escritora con esa historia —fragmentaria y fantasmagórica en un sentido único, puramente ocampiano— está implícita en la misma idea de la novela. No es Karen, el personaje perdido de DeLillo, pero como ella, representa a aquello con lo que se carga cuando se escribe, eso que no va a dejar de perseguirte porque, en el fondo, eres tú mismo.
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