Opinión | OBITUARIO

Martí Font contando una historia

Era alguien que se sabía el mundo entero, pero que era capaz de callar para que diera la impresión de que quien sabía era el otro, su compañero

José María Martí Font, en Barcelona en 2019.

José María Martí Font, en Barcelona en 2019. / JOSEP GARCIA

Tomás Eloy Martínez, el autor de Santa Evita, que era de la estirpe de Josep Maria Marti Font, muerto este lunes doce de febrero en Barcelona, decía las historias antes de escribirlas. Las contaba Tomás Eloy (contó Santa Evita, por ejemplo) como si él ya las hubiera dicho en otra vida, o en otro mundo, y luego ya habría tiempo de hacerlas vivir en el papel. Primero nacían, las historias, sus ocurrencias en torno a la realidad para hacerlas parecer ficciones, en su mente, y luego ya eran cualquier cosa, libros incluso.

Con Josep Maria Martí Font, que acaba de morir en Barcelona a los 73, ocurría exactamente lo mismo. Era un periodista, lo fue hasta el final, pero fue galerista de arte, fue un escritor de periódicos, fecundo y generoso, pero antes que nada era un contador de historias, alguien que se sabía el mundo entero, pero que era capaz de callar para que diera la impresión de que quien sabía era el otro, su compañero.

Al cabo de su muerte, que nos ha entristecido a tantos, colegas o no, su compañero de El País Iker Seisdedos escribió este tuit desde Washington, donde trabaja: “Era divertido, culto y generoso. De esos periodistas a los que como editor llamabas solo para ver qué se contaba. Y siempre se contaba algo interesante”.

Siempre contaba algo interesante. Lo contaba incluso a los que iba a ver con el propósito de que le dijeran de qué iban la vida o sus libros. Pasó, siendo él responsable de Cultura y de Libros de El País, en torno a 1992, cuando fue a ver a Peter Esterhazy, el gran novelista húngaro de estirpe nobilísima. Cuando el novelista vino a Madrid a presentar el libro sobre el que habían hablado en Budapest, Esterhazy buscó a Martí Font por todas partes, y lo encontró, naturalmente, trabajando en su pupitre del diario.

Lo que quería el noble (de cuna, nobilísimo también como persona) escritor húngaro era que aquel periodista que se sabía su historia como si la hubiera vivido le siguiera contando algo que ya había iniciado cuando lo fue a ver a su casa de Hungría.

Trabajaba como si no estuviera sino mirando trabajar. Se sentaba en la mesa, con los codos y los brazos rebuscando entre papeles imaginarios, se atusaba el pelo, que le fue escaseando, y en realidad lo que hacía era buscar ideas para otros, para que otros buscaran las historias que a él se le habían puesto de manifiesto leyendo, sobre todo, prensa extranjera.

Él era un escritor (un periodista) del mundo, le aburrían los extrarradios de España y España entera, siempre viéndose en el espejo viejo de su importancia, y hallaba más frescura en el espíritu que marcó su vida: el espíritu del corresponsal. Quería desayunarse con lo que hubiera por ahí, no con el aperitivo habitual de un mundo al que la desidia hacía que los periódicos parecieran habitados por la apariencia de acción cuando en realidad lo que despachaban era, tantas veces, puro aburrimiento.

Compañeros de diversos periódicos (Mar Padilla en El País, Manuel Manchón en El Español, Catalina Serra, que fue su compañera en El País, en Ara) han escrito sobre su muerte (y sobre su vida) de un modo que trasluce, en todos los casos, la esencia periodística de su generosidad: nunca hizo otra cosa que ayudar a mirar. Y él mismo no hizo otra cosa que mirar para contar. Pero con todos (con este periodista también, y cuánto lo agradezco) siempre parecía el que estaba detrás, escuchando para decirte “Yo estaba allí, así no fue” porque, como se ha dicho ahora, estaba por casualidad, y por olfato, en medio de casi todas las historias que contaba. En el Muro de Berlín, en los vericuetos (que transitó con conocimiento de causa) de Hollywood, en las carreras de coches o en las andanzas de Allen Ginsberg en San Francisco y aquella hermosa librería, City Ligths, de Ferlingetti, en el underground que lo ayudó a ser moderno, en las redacciones que sólo acrecentaron su capacidad para ser generoso con los que sabíamos menos pero presumíamos más.

Cuando supe de su muerte (por un tuit, o una X) de Ana Pantaleoni, su compañera de El País, me dio un vuelco la vida. Por los azares de este oficio, este lunes en el que él se estaba yendo fui, como un periodista ya tan viejo, a entrevistar en Barcelona, a cumplir un encargo inolvidable, por otra parte. La ciudad tan bella, esas librerías, la alegría de estar en Barcelona. A esas horas este hombre que parecía volar entre las memorias de tantos que le quisimos estaría acaso debatiéndose en un adiós que ya era una puerta llena de inscripciones de despedida.

Cuando aquella vez fue a entrevistar a Esterhazy él acababa de sentarse en el que había sido uno de mis destinos, y me llamó para saber qué sabía de aquel autor húngaro, del que yo en ese momento era su reciente editor. Tuvo que ser él quien me explicara por qué era interesante que Alfaguara, ese era mi destino, publicara al autor de Pequeña pornografía húngara, novela de la que él terminó sabiendo más que su autor.

Veo ahora sus ojos en las fotografías. Sin llamar la atención, tranquilo, su mirada era la de una buena persona que le dio calidad a este oficio, contando historias porque se las sabía.