INOLVIDABLES (IV)

Jorge Semprún y la juventud del mundo

El político y escritor español fue uno de los supervivientes del campo de concentración nazi de Buchenwald: conoció el dolor, pero su risa combatió el olvido y la nostalgia de una juventud que nadie le arrebataría jamás

Jorge Semprún, escritor y entonces Ministro de Cultura, durante la presentación en Madrid de un número especial de la Revista de Occidente sobre narrativa en 1989.

Jorge Semprún, escritor y entonces Ministro de Cultura, durante la presentación en Madrid de un número especial de la Revista de Occidente sobre narrativa en 1989. / A. MARTÍN

Juan Cruz

Juan Cruz

Inolvidable Semprún, verdaderamente. Reía siempre, era optimista, no regateaba la risa, evitaba el olvido, conoció la angustia y el dolor pero nunca estuvo triste una mañana, como escribió Ernest Hemingway de uno de sus personajes…

Contaba su vida burguesa, acomodado en Madrid, acomodado en París, mimado de niño por los Maura, su familia, perseguido por la Guerra Civil, perseguido como comunista por los nazis… También contaba, con la tristeza de la época de sus memorias, su encierro en Buchenwald, prisionero de Hitler.

Al regreso de ese viaje a la muerte que fue la Guerra Mundial se hizo amigo de Yves Montand, por ejemplo, y de Simone Signoret. Con Costa Gavras y otros contó la historia de la guerra mundial tal como se vivió, tal como la había vivido el propio Semprún, tal como la vivieron el comunismo y el mundo.

Jorge Sempún e Yves Montand a finales de los 70. Ambos amigos fueron intelectuales muy comprometidos con la realidad.

Jorge Sempún e Yves Montand a finales de los 70. Ambos amigos fueron intelectuales muy comprometidos con la realidad. / CEDIDA

La contó, sobre todo, en su mejor libro, La escritura o la vida, que escribió en francés, su otra lengua, y que Tusquets publicó en España. Un breviario terrible de aquella maldad que jamás fue sometida, ni para él ni para nadie, al olvido. Sin su memoria, sin la memoria de tantos otros, o en manos de desalmados a los que la historia les parece un arma que sólo les sirve a ellos, aquel episodio brutal del siglo XX sería hoy apenas un rasguño al que, por cierto, se adhirió Franco.

Él vino a España con varios seudónimos, de los cuales sobrevivió el Federico Sánchez de su clandestinidad, por ejemplo, escondido en la casa del poeta Ángel González. Éste vivía enfrente del Ministerio de Obras Públicas, aquel Federico Sánchez vivía en esa casa. Entraba y salía con ese nombre falso y a veces, como cuando declaró en un bar que no sabía quién era Di Stéfano, estuvo a punto de dejarse llevar por su despiste de clandestino en su tierra.

El poeta Ángel González formó parte de la Generación del 50 en España./ ARCHIVO


Felipe González le hizo un homenaje literario, por decirlo así, pues hizo venir a aquel Federico, ya con sus atributos devueltos, siendo Semprún para siempre, a sentarse en el Consejo de Ministros. Alfonso Guerra, decía él, le hizo la vida imposible, pero Semprún convirtió aquel viaje París-Madrid, ya sin la clandestinidad marcándole el paso, en una sustancia más de su literatura.

Su Federico Sánchez se despide de ustedes (que fue premio Planeta) fue un ejemplo de su manera de ser, y de recordar. Fue comunista, fue socialista, fue perseguido en su país, del que fue ministro; lo escribió antes de formar parte del Consejo, a las órdenes de Felipe, y de ese paso por la política también hizo historia literaria.

Portada de ‘Federico Sánchez se despide de ustedes’ de Jorge Semprún./ ARCHIVO


Nada de lo que escribió era exageración o mentira. Él estaba dotado para hacer memoria, y era glorioso verlo contar, a cualquier hora, qué le pasó en cada uno de los rincones del barrio donde lo llevaron a vivir cuando aquel comunista se hizo, con Felipe, servidor del Estado.

Era como un adolescente, el pelo completamente blanco, la cara tersa aun, buscando en las paredes de la casa en la que había vivido, por la calle Méndez Núñez, en Madrid, las huellas de su paso por la ciudad, las conversaciones que tenía con su madre o con la muchacha que le enseñaban alemán. Y cómo aquel alemán le sirvió para hacerse valer en Buchenwald.

Lo acompañé a su última visita a aquel campo de concentración. Fuimos en aviones distintos, él desde París, este periodista desde Madrid, y le esperé en el aeropuerto berlinés. Salió todo el pasaje, y él venía acompañado, el último de todo el pasaje, apoyado en su bastón, rompiendo el aire con su risa cuando nos vio.

Esa risa de Semprún fue luego, lo fue siempre, en realidad, el modo de ser de su encuentro con sus compañeros, los supervivientes, aun, de aquella época en que el nazismo lo hizo militante comunista. Los abrazó a todos, todos recordaron con él las noches y los días, las tragedias y las carcajadas que acompañaron aquellos años que están inscritos, como una llamarada de sangre, en La escritura o la vida.

Portada de ‘La escritura o la vida’ de Jorge Semprún./ ARCHIVO


No puedo olvidar su risa, en esa ocasión y tantas veces, y no puedo olvidar su dolor. Su dolor en el alma y en la cara. En ese mismo instante en que avanzaba por el sitio nítido del aeropuerto de Berlín había en su semblante, nítido también, la alegría de estar contando para la historia la que iba ser su última estancia en un lugar que fue el símbolo más horrible del episodio en el que estuvieron, como condenados, él y aquellos a los que se iba a encontrar en la conmemoración de una de las épocas más ruines de la historia universal de la maldad.

Cómo olvidar esa risa que sustituyó al horror en el semblante de Semprún. Ya no tenía salud.

Y cuando ya no tenía salud y era un hombre amarrado a la casa, tuvimos una larga conversación a raíz de la publicación de un libro de Franzisca Augstein (Libertad y traición. Jorge Semprún y su siglo, también Tusquets, donde está casi toda su propia obra). Habló con la soltura de memoria que había volcado ya en sus grandes obras autobiográficas.

Semprún posando para una entrevista.

Semprún posando para una entrevista. / ARCHIVO

En fechas anteriores cada vez que nos encontrábamos en esa casa de alto y bajo en la que estaban sus libros, su cama y su memoria, luego nos íbamos con quien fuera a almorzar al mismo restaurante de la Rue de l´Université. Eran tan gratos esos encuentros, se relajaba él tanto contando la vida en Francia, la vida en España, el porvenir de Europa, que a veces hacíamos esos encuentros para celebrar con él el hecho de vernos y de almorzar.

Así que, una vez que Daniel Mordzinski, el gran fotógrafo, lo retrató en la cama, echado como para descansar o para siempre, él se vistió para salir, se puso el saco de irse a pasear, y volvió en el ascensor interno a encontrarse conmigo en el piso superior.

Cuando abrió la puerta vi en su cara el dolor, el dolor de Semprún, su rostro decía más que una palabra. Y decía que no podía salir a la calle, era imposible, su cara estaba escribiendo el prefacio de la palabra final.

Murió un poco después, el 7 de junio de 2011, en un hospital del que a veces llegaban noticias gracias a amigos suyos, como Javier Pradera o Patxo Unzueta, que fueron sus hermanos siempre.

Homenaje a Jorge Semprún en Biriatou (País Vasco Francés) tras su muerte en 2011.

Homenaje a Jorge Semprún en Biriatou (País Vasco Francés) tras su muerte en 2011. / REMI RIVIERE

Años después, en 2022, el periodista y cineasta francés Patrick Rotman escribió un libro extraordinario, Ivo y Jorge, que también publicó Tusquets. Como Pradera fue su hermano español, Yves Montand fue su amigo francés. Su cuate, el otro lado de sus pasiones y de su risa.

En ese diálogo ahora legendario ambos, Ivo y Jorge, hablan de lo que los juntó. Semprún le dijo al cantante, al actor: “El comunismo no era la juventud del mundo, pero fue nuestra juventud”. Montand pensó la frase y luego le regaló a su amigo esta que parece el verso de una canción suya: “La melancolía de los días pasados, de los años desvanecidos”.

Sobre las cenizas de los recuerdos sobresale hoy la risa de Semprún, su inolvidable modo de contar y de reír. Su modo de celebrar que nadie le podía negar jamás la juventud del mundo. El 10 de diciembre próximo hubiera cumplido 100 años. Un ser inolvidable, ciertamente.