Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Extraterritorial Juan Cueto

Juan Cueto

Juan Cueto / EFE/Chema Moya

No era de este mundo, pero lo asumió como un territorio posible, así que plantó sobre la tierra en la que vivió, en Asturias, en Italia, en Madrid, allí donde hubiera también lugares secretos que no se parecieran a tierra alguna, antenas parabólicas que eran como sus ojos para escapar del silencio y también del ruido, hasta que sintonizaba con la emisora que emitía en su única longitud de onda: la inteligencia.

Esa relación con lo extraterritorial tenía que tener un punto de apoyo, naturalmente, y esa era la tierra atlántica en la que vivió siempre, aunque estuviera fuera de Asturias, su lugar de nacimiento, su punto de apoyo, la tierra en la que habitó aunque su viaje fuera por otros sitios. Pues Juan Cueto era un genio, vivía donde quería, sin moverse (e incluso durmiendo) del punto de apoyo sobre el que se movía.

Aquellas antenas, el diccionario de Covarrubias, las lecturas que seguían los consejos de Umberto Eco o de los antiguos del pensamiento, eran una guía espiritual, como la de Miguel de Molinas, que le servían de referencia, en los artículos, en sus colaboraciones de prensa, en sus creaciones (Cuadernos del Norte, Asturias Semanal, Canal Plus…).

Pero todo estaba tanto en su cabeza que un día empezó a hablar por sí mismo, sin tener que citar a nadie, ni grande ni chico, y él mismo se convirtió para todos los que fuimos sus admiradores en nuestro referente, nuestro ídolo, el personaje que inventaba para nosotros un nuevo mundo posible.

Era el intelectual comprometido con un tiempo marcado por él, no recibía enseñanzas de ninguna ideología o escuela, era como el mar bravo del que venía (al que nunca llamó Cantábrico: era el Atlántico que provenía de América y desembocaba en el borde de su casa de Gijón, por ejemplo), y era un navegante solitario que hizo de su escritura un manifiesto de modernidad que fue interrumpido por la muerte.

¿Y ahora qué hacemos, en quién nos vamos a fijar para saber que el ritmo de las palabras proviene de la inteligencia de quien las domina con exigencia, con ritmo, con amor y con convencimiento? Fueron muchos los que pudimos habernos hecho esa pregunta, como nos lo preguntamos cuando murieron Vicente Verdú o Javier Pradera o Carmen Martín Gaite o Juan Benet o Juan García Hortelano o Carlos Barral o Ana María Matute o tantos y tantas que habían pertenecido a las dos aguas de nuestra experiencia, la época oscura del franquismo, la etapa resbaladiza y entusiasta de los años 80 del siglo XX, cuando casi todo parecía que iba a reinaugurarse.

Juan Cueto había sido, en aquel clima que inauguraron periódicos, editoriales y libros, músicas o bailes, discusiones y alegrías, un maestro, alguien que fue referencia imprescindible para entender los juguetes que iban viniendo. Lo vi en los últimos tiempos de Madrid, cuando se curaba y se dolía de las enfermedades que le llevaron a pensar menos en el aire que en la tierra, y ahí el hombre que añoraba la alegría de inventar, de regalar sabiduría preguntándose y preguntando, persistía como un sabio griego de aquella casa de Somió.

Ahora hay un grupo de asturianos que quieren revivir su modo de enseñar, invocando su calidad de preguntar, de indagar siempre en contra del acomodamiento. Estos audaces seguidores (jóvenes que no tienen que ver con la añoranza que a gente como a mi nos domina) quieren atraer a Cueto, a lo que significó Cueto, a este momento sin brío y sin brillo, con la intención de que el océano de su inteligencia, de su vigor, vuelva a sonar, con el deseo de que ese territorio que era de su inteligencia regrese a un país demasiado quieto, tan poco interesante, tan estúpidamente serio, sin alma. Invocar el alma de Cueto es pedir un nuevo futuro para la inteligencia.