OPINIÓN

Becarios y becarias en política

Sin menospreciar el fin último de dicho Estatuto, la lucha contra el fraude y el abuso de la figura del becario, compartido por todos en la mesa de diálogo, lo cierto es que, en la práctica, su aplicación futura parece incierta por la falta de consenso en el diálogo social

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El Estatuto del Becario quiere acotar el uso fraudulento de esta figura en empresas y administraciones públicas.

El Estatuto del Becario quiere acotar el uso fraudulento de esta figura en empresas y administraciones públicas.

Tras el acuerdo alcanzado por sindicatos y Trabajo sobre el texto del “Estatuto del Becario” parece razonable preguntarse cómo dichos actores, que no participan de forma directa en el proceso y coordinación de las prácticas de los becarios y becarias, parecen saber mejor que las empresas y la comunidad universitaria y formativa cómo regular las mismas. Sin menospreciar el fin último de dicho Estatuto, la lucha contra el fraude y el abuso de la figura del becario, compartido por todos en la mesa de diálogo, lo cierto es que, en la práctica, su aplicación futura parece incierta por la falta de consenso en el diálogo social. Y eso si dicho texto llega a ver la luz. 

Limitar las prácticas en tiempo y créditos obtenidos y cargar con mayor burocracia y costes a empresas y centros universitarios y formativos, muestra un profundo desconocimiento de algunos y algunas de la función primera de dichas prácticas y, sobre todo, del efecto que puede tener sobre la oferta que de ellas hacen las empresas voluntariamente para que se realicen en su seno.

Que los estudiantes puedan poner en práctica los conocimientos adquiridos sin las responsabilidades de una relación laboral contractual, ya que se trata de un proceso de aprendizaje que asume en tiempo y coste la empresa, así como que se les ofrezca a los estudiantes la oportunidad de mostrar sus capacidades a quienes podrían ser sus empleadores futuros, parecen aspectos que no han inspirado el acuerdo de los que lo han alcanzado. Y ello, pese al consenso generalizado en España de que una mayor relación entre empresa y Universidad o formación es más que deseable para mejorar tanto la enseñanza como para combatir el claro desajuste entre oferta y demanda de empleo. Un problema estructural español que llevamos arrastrando lustros.

Seguramente el hecho de que a los responsables de dicha norma se les haya limitado el tiempo para sus prácticas, como a los becarios y becarias en el Estatuto, por la sorpresiva convocatoria de elecciones anticipadas ha impedido que éstos y éstas entiendan algunas cuestiones que seguramente hubiesen podido asimilar con más tiempo.

La primera es que el diálogo social no existe para responder a las agendas políticas y tiempos de los Gobiernos y que la paz social en sí no es un fin o una foto, sino un medio para avanzar de forma consensuada en la mejora del mercado de trabajo y su transformación ante los retos existentes evitando la conflictividad. Pero, aún más importante, que sin el consenso y acuerdo de todas las partes cualquier reforma va a ser difícilmente aplicable, sobre todo si no cuenta con aquellos que van a tener que implementarla y asumir los costes que conlleva.

La segunda, es que hay que respetar a todos los interlocutores sociales, especialmente en las formas. No mandar textos en el último minuto, mandarlos a unos sí y a otros no, o presentar textos sin posibilidad de modificación con la única opción de estar de acuerdo o no con la propuesta gubernamental, con modificaciones menores sobre lo aportado por ellos, no parece lo más adecuado para llegar a un acuerdo.

Consenso político y parlamentario

La tercera, es que debe haber un mínimo de consenso político entre los grupos parlamentarios con los que hay, también, que mantener un diálogo constante y enviarles los textos a tiempo con el fin de que puedan ser aprobados en el Congreso con el mayor apoyo posible. También tener en cuenta que puede que sea otro Gobierno el que tenga que aplicar la reforma. Nos ahorraríamos muchas derogaciones y autoderogaciones, especialmente en lo referente a lo acordado en el diálogo social, si esto se tuviese en cuenta.

A colación de esto último, la cuarta sería no llegar a un acuerdo parcial que aún debe ser aprobado en Consejo de Ministros, con las Cortes disueltas. Podría parecer electoralista, y, pese a que nadie debe quitarle importancia a la situación de los becarios y becarias, algo que lleva lustros sin resolverse, parece que no responde a un caso de “extrema necesidad y urgencia” para que se convalide como Real Decreto Ley (RDL) por la Comisión Permanente.

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La quinta es que, sin consenso en el diálogo social, con una aprobación pillada por los pelos (si sucede con las Cortes disueltas) y sin la certeza de que no sea otro Ejecutivo el que tenga que aplicarla, puede que los becarios y becarias vean sólo un “brindis al sol” que parte sin duda de una buena intención pero que tiene visos de terminar durmiendo el sueño de los justos.

Por último, estaría bien que ya que todos y todas hemos avanzado en el lenguaje inclusivo tanto en el título como en el texto del Estatuto, se hiciese mención a las becarias. En definitiva, es una pena que la falta de prácticas nos lleve a hablar de becarios y becarias en política y a muchos no les dé tiempo a convertirse en políticos.