Opinión | ISLAS A LA DERIVA

Pintar la nieve

Regresar al blanco, a la sobreabundancia de luz, en la búsqueda de una vida más simple, más resplandeciente

Obra de Hokusai

Obra de Hokusai / EPE

Katsushika Hokusai, gran maestro del grabado japonés ukiyo-e, autor de esa ola descomunal que parece una garra de agua, ya era octogenario cuando acometió Cien vistas del monte Fuji, una serie de estampas enteramente en blanco y negro, donde diferentes vistas del volcán, ya sea entre la niebla, entre la lluvia o reflejado sobre el espejo de un lago, se entreveran con escenas cotidianas de la vida en Japón durante el periodo Edo (1603-1868).

A medida que avanzaba en el proyecto, una proeza digna de Hércules, el blanco cobraba preponderancia en detrimento de la tinta negra, como si Hokusai estuviese diluyéndose en su obra. Era un trabajo que "fruncía el corazón", reflexiona Juan Forn en Yo recordaré por ustedes (Seix Barral, 2023), esa recopilación de columnas inmortales que publicó cada viernes durante años en la contraportada del diario argentino Página/12. La pieza que dedica al artista nipón la titula Pintar la nieve.

Las Cien vistas del monte Fuji resultaron un fracaso estrepitoso que arrastró a la quiebra tanto al artista como a su impresor. Hokusai se obcecó en sus xilografías contra el signo de los tiempos: su trazo sutil había quedado demodé para el gusto de las gentes, que se decantaron por el colorismo bullicioso y un punto vulgar de su competidor, Hiroshige, 40 años más joven.

Hokusai llevaba una década muerto cuando las naves negras del almirante norteamericano Matthew C. Perry obligaron a Japón en 1853 a abrir sus entrañas al mundo. Hiroshige, el rival, se tonsuró entonces la cabeza y se recluyó en un monasterio budista, pero antes de retirarse dejó una serie de grabados donde retomaba la senda que había enfilado su viejo maestro: retrató el país de la nieve, a la búsqueda del blanco absoluto, con briznas mínimas de negro. Un hermoso homenaje. Desaparecer en la muerte pintando la nieve.

En el grabado, en la acuarela, en la litografía, el blanco es la ausencia de tinta, de agua, de pigmento. Es la lisura del papel, un vacío. La nada. El blanco es una sobreabundancia de luz; si la miraras fijamente durante mucho rato, podrías perder la vista, como los hombres de Shackleton en el Polo Sur (se echaban cocaína en los ojos para curar la ceguera de la nieve, producida por el reflejo de los rayos ultravioleta sobre la blancura).

La nieve, cuando cae espesa y mullida, ejerce una fascinación mágica, también por su capacidad para amortiguar el sonido, tal y como repara el diseñador japonés Kenya Hara en el ensayo narrativo 100 whites (Lars Müller Publishers, 2019). "Dado que el blanco es un color que nos hace sentir que hemos rozado la muerte -escribe-, es natural que el espectáculo de un mundo cubierto de nieve nos inspire cierta emoción religiosa".

Kenya Hara, quien por cierto lleva la dirección artística de la cadena de tiendas Muji, parte en el libro de la profusión de blancos que nos rodean para llegar a una filosofía de la belleza y a la esencia de la cultura japonesa a través de conceptos como simplicidad, vacío, sutileza. El pictograma que define en japonés el color blanco (shiro) está vinculado gráfica y etimológicamente con la imagen de una calavera, un hueso pulido por el viento, la arena, el sol y el tiempo. La eternidad.

El autor rastrea en la blancura de la cáscara del huevo. El talco y la cera. La leche. El yeso. La sal. Las canas. El blanco calamar. La luna, que parece un conejo blanco baqueteando mochi. La cresta de las olas. El algodón y la seda. Las perlas. Los camisones antiguos. Las nubes y la aptitud perdida para interpretarlas. O la lisura y fragilidad del papel, donde anidaron hace siglos la sabiduría, la capacidad de concentración y la sensibilidad de los seres humanos. En suma, compenetrarse con el blanco para abrazar una vida más resplandeciente.