REPORTAJE

Las tres muertes de Chéjov

Irène Némirovsky y Natalia Ginzburg narraron la biografía del autor ruso, cada una con su sello inconfundible

El escritor ruso Antón Chéjov.

El escritor ruso Antón Chéjov. / EPE

Mariana Sández

“Las personas que me rodean nunca se han tomado en serio mi trabajo como escritor”, decía Antón Chéjov en respuesta a otra carta que se volvería célebre: la carta de elogio que le había enviado el escritor Dimitri Grigórovich. “Tras cinco años de vagabundeo por las revistas, he acabado aceptando esa opinión general sobre mi insignificancia literaria”, continuaba el autor de La gaviota.

Era el año 1886, tenía veintiséis años y se enmascaraba bajo el apodo de Antosha Chejonte, decía que por falta de amor propio. Desconocía que ese intercambio epistolar señalaría su momento de despunte definitivo como escritor no ya solo de revistas, por encargo, sino en el sentido más pleno de la palabra.

Si bien vivió unos cortos cuarenta y cuatro años, Chéjov alcanzó a disfrutar en parte el éxito de su obra; con cuestionamientos e irregularidad en los comienzos por parte de la crítica y del público, que tardó en acomodarse al nuevo estilo propuesto por el autor –sin inicio, sin trama y sin final–, pero con una unanimidad creciente. Fue admirado y querido nada menos que por contemporáneos como Tolstoi y Gorki.

Sin embargo, jamás pudo haber imaginado hasta qué punto esos relatos que creaba a toda velocidad, de forma automática, para dar de comer a la numerosa familia engendrada por sus padres (siendo el tercero de los hermanos, ocupó muy pronto el lugar de cabeza de hogar) provocaría tan descomunal fanatismo entre un número infinito de escritores posteriores.

¿Qué habría pensado si hubiera llegado a enterarse de que su trabajo se convertiría en modelo para muchos de los más importantes narradores o dramaturgos de las décadas siguientes? Tennessee Williams, Hemingway, Carver, McCullers, Quiroga, Borges, Cortázar e incontables otros. ¿Qué hubiera pensado de saber que, así como él había sido apodado “el Maupassant ruso”, John Cheever sería llamado “el Chéjov de los suburbios”? Y que, lejos de agotarse, su aura y sus premisas narrativas siguen replicándose como una especie de receta infalible en todas las generaciones del siglo actual. Ese es el caso Chéjov: no tuvo la menor idea de que su nombre sería el más respetado de toda la cuentística universal y que formaría escuela.

De dos admiradoras

Por esa razón no sorprende tanto que dos de las escritoras más singulares del siglo XX decidieran rendir homenaje al maestro al escribir su biografía. Irène Némirovsky fue la primera y su origen ruso de algún modo apuntala doblemente la filiación.

Nacida en 1903 en Kiev, por entonces parte del Imperio ruso, Irène escapó de allí con su familia, a los quince años, para radicarse en Francia. Desde entonces comenzaría a escribir en francés y no dejaría de hacerlo hasta el día en que cayó presa de la persecución nazi. Como comenta Mercedes Monmany en el prólogo a Irène Némirovsky, La vida de Antón Chéjov (Salamandra), la escritora francesa había concluido la biografía de su venerado escritor en septiembre de 1940 y pudo revisarla en 1942.

Sin embargo, por el interregno de la Segunda Guerra Mundial, el texto permanecería como manuscrito hasta 1947, año de su publicación. Desafortunadamente, su autora no llegaría a celebrarlo: en agosto de 1942, se declararía su muerte a causa de una falsa “gripe” en un campo de concentración.

En 1989, no demasiado antes de su muerte, Natalia Ginzburg (1916-1991) publicó la brevísima Vida de Antón Chéjov (Acantilado). Cuarenta años después de que Némirovsky hubiera compuesto aquella biografía, la de la escritora italiana –fiel a su estilo hipersintético– parece un extracto de la versión de su antecesora.

Lo peculiar es cómo ese punto de encuentro –el culto a Chéjov– pone de manifiesto otros cruces entre las dos. Al igual que el padre de Némirovsky, el de Ginzburg (de apellido Levi) también era judío y sería apresado por sus ideas antifascistas. Pero además el primer esposo de Natalia (Carlo Ginzburg) compartía el origen ruso de Irène, era profesor de literatura rusa y, como ella, acabaría asesinado por el régimen nazi en 1944. Ambas tienen un libro de relatos que se titula Domingo, si bien en el caso de la italiana parece obedecer a una decisión póstuma de sus editores.

Voces biográficas

Las biografías de Chéjov escritas por Némirovsky y Ginzburg, en esencia, comparten el mismo contenido, aunque están elaboradas de manera muy diferente, en consonancia también con el compás y el temperamento de cada autora.

Por sus orígenes, Irène podía leer las fuentes primarias en ruso: la correspondencia, los diarios y textos autobiográficos de Chéjov, entre otros testimonios directos. Está más suelta para componer la historia, quizás por eso elige ficcionalizar muchos de los pasajes y los diálogos, como contextualizar el periodo histórico, enfatizando la evolución social que derivaría en la Revolución Rusa de 1917, y profundizar en los rasgos de carácter del escritor venerado. Así comienza su relato: “Un niño de corta edad lloraba sentado sobre un baúl. Su hermano mayor no quería ser su amigo. ¿Por qué si no se habían peleado? 'Sé mi amigo, Sasha', repetía con voz temblorosa. Pero Sacha lo miraba con frialdad y desdén. Tenía cinco años más que Antón, iba a la escuela y estaba enamorado. 'Si lo de ser amigos me lo propuso él', pensaba Antón con tristeza”.

Lo más revelador de esta es que, mientras intenta dilucidar el universo emocional e íntimo de un hombre que se antojaba huidizo e indescifrable incluso para sus más allegados, nos va dejando ver lo honda que era la capacidad de análisis psicológico de la propia escritora. Como Chejov, Irène es una magnífica buceadora de mentes ajenas. Se nota en pasajes como el siguiente: “¿Disfruta al menos Antón imaginando, componiendo, sus relatos? ¡Ni eso! Escribe con prisa, con fastidio, atento tan solo a no superar el número de líneas que le ha encargado el periódico. No tiene ninguna confianza en sí mismo. De niño le inculcaron la modestia a bofetadas y puñetazos. No puede librarse del sentimiento de inferioridad, de insignificancia, que siempre ha tenido en casa, en la escuela.”

Natalia fue mucho más escueta, fáctica y periodística, en consonancia además con su estilo a veces vecino de lo telegráfico. De esta manera comienza su biografía: “Antón Chéjov nació en Taganrog el 17 de enero de 1960. [… ] Cuando él nació, su hermano Alexsander tenía cinco años; su hermano Nikolai, dos.”

Sin duda, había leído y se había nutrido del libro de su antecesora. A lo largo de todo el relato, Ginzburg se centra en los hechos concretos de la vida de Chéjov, en los problemas surgidos del entorno de su familia y en su crecimiento como escritor. Este dato, por ejemplo, nos lo muestra de forma sutil al ir sembrando la información acerca del incremento en el pago por línea que recibe el autor ruso a medida que se vuelve más conocido. Como Chéjov, Ginzburg narra de manera elíptica, sugerida, y es el lector el que debe trazar asociaciones o entresacar las deducciones.

También descubrimos lo especial de la relación del autor con su hermana María cuando ella evita casarse porque cree que eso es lo que su hermano espera, mientras que a su hermano le fastidia el hecho de que ella no dé el paso hacia el matrimonio. Ese malentendido propio de la incomunicación es, al mismo tiempo, un rasgo típico de los personajes de Ginzburg. Así como destaca el momento en que, al mudarse toda la familia a una casa nueva conseguida por Antón, María coloca sobre su cama de soltera un cuadro del hermano. Un logro de la autora italiana es esa capacidad natural para decir sin decir.

Sin más que unas pocas sugerencias, Natalia nos vuelve suspicaces del tratamiento que daba Chéjov a las mujeres: era arisco, burlón, cínico con ellas. La identificación que establece entre el autor y el protagonista de “La dama del perrito” –un hombre reacio a formar pareja hasta que se enamora de mayor– termina de confirmar el carácter misógino de Antón Chéjov. Tanto como su actitud ante el compromiso, comprobable cuando el autor de El jardín de los cerezos comenta a un amigo, según cita adrede Ginzburg: “Y sí, señor mío, me he casado. Ya me he acostumbrado, o casi, a mi nuevo estado, es decir, a la pérdida de ciertos privilegios y derechos, y me siento bien. Mi esposa es una persona notable, nada tonta, con un alma hermosa”.