ANÁLISIS

El invierno del descontento en Europa

Siete expertos y analistas en el ámbito internacional opinan sobre la posibilidad de que las crisis políticas y económicas desemboquen en convulsiones sociales y protestas

Manifestación nacional en Nápoles contra el desempleo y los despidos, el 13 de noviembre de 2021.

Manifestación nacional en Nápoles contra el desempleo y los despidos, el 13 de noviembre de 2021.

Política Exterior

Política Exterior

La Unión Europea ha comprometido un enorme gasto fiscal para volver a arrancar la economía después de año y medio de pandemia. Pero los problemas parecen acumularse. En octubre, la inflación anual llegó al 4,4% en la UE y al 5,4% en España. De acuerdo con la Organización Mundial del Comercio, el comercio global se está ralentizando por problemas en la producción y la distribución de bienes y por un enfriamiento de la demanda de importaciones.

Por una suma de razones que van de la geopolítica al aumento de la demanda, la energía utilizada en buena parte de la industria y los hogares europeos está alcanzando precios récord. Y un nuevo aumento de los casos de coronavirus ha obligado a algunos países a volver a imponer medidas de confinamiento. En parte debido a ello, países como Alemania están recortando sus previsiones de crecimiento; también lo está haciendo España, aunque por otras razones, como una lenta llegada de los fondos europeos.

Muchos economistas piensan que estos problemas son transitorios. Pero incluso en ese caso, el próximo invierno estará repleto de dificultades económicas y políticas. ¿Puede eso traducirse en convulsiones sociales? ¿Alentará una oleada de protestas que desestabilicen unas democracias cuyos problemas ya llevan tiempo acumulándose? ¿Será este el invierno de nuestro descontento?

CARME COLOMINA | Investigadora principal en Cidob

Se avecina una confluencia de distintos malestares: temores sociales y erosión política. Las cadenas de valor globales que entraron en shock al inicio del coronavirus vuelven ahora a una nueva carrera global para acaparar recursos: aquellos que deberían alimentar el retorno a la vieja normalidad de la producción manufacturera y su distribución logística a escala planetaria; y los que serán imprescindibles para la transición hacia una economía verde y digital.

No es solo una nueva disrupción de la oferta. Es que el mundo sigue en competición. Pero esta lógica geopolítica se traduce en altos costes en el recibo de la luz o del gas, y en el desabastecimiento de algunos productos que generan nuevas sensaciones de vulnerabilidad en una población europea que ya temía las nuevas desigualdades sociales que pueden acarrear las transformaciones ecológica y digital, prioritarias para la UE.

En Francia, el fantasma de los “chalecos amarillos”, en plena amenaza de crisis energética, atemoriza a un Emmanuel Macron en campaña permanente para las presidenciales de la próxima primavera.

Estamos ante un nuevo escenario incierto para unos gobiernos desgastados por la larga gestión del Covid-19. La pandemia ha reforzado los espacios de confrontación política de la derecha radical. Los costes de las medidas tomadas durante los confinamientos han incrementado esta tensión democrática, también con la irrupción del movimiento antivacunas en las calles, sobre todo de Italia y Francia.

La desconfianza en los procesos de vacunación es el reflejo de patologías previas al coronavirus: el desorden informativo, el descrédito de las instituciones y la polarización, que seguirán presentes en un invierno con la curva epidémica, de nuevo, en ascenso.

Manifestación en el puerto de Trieste por la obligatoriedad del 'green pass' para los trabajadores en Italia.

Manifestación en el puerto de Trieste por la obligatoriedad del 'green pass' para los trabajadores en Italia. / EFE

STEVEN FORTI | Profesor asociado en la UAB e investigador del Instituto de Historia Contemporánea de la Universidade Nova de Lisboa

El constante aumento del precio de la energía, junto a las posibles dificultades por el suministro y abastecimiento de productos que se han dado en diferentes países, puede complicar aún más la situación en los próximos meses. Sobre todo si más fábricas suspenden la producción, además de las que ya lo han anunciado. Si a todo esto le sumamos, por un lado, el cansancio existente en gran parte de la población tras un año y medio de pandemia, y por el otro el fin de muchas de las ayudas a trabajadores y empresas que se decretaron hace año y medio, el cocktail puede ser potencialmente explosivo.

Si la nueva ola del virus golpea con fuerza, como apuntan las instituciones sanitarias, el riesgo es aún mayor. Las recientes protestas que se han visto en Países Bajos tras el anuncio de nuevas medidas pueden ser una señal en esa dirección, así como la persistencia de manifestaciones en contra del pasaporte Covid que desde hace semanas se organizan en muchas ciudades italianas. Es evidente que el clima está ya está de por sí caldeado y sabemos que en un terreno muy seco, basta una colilla mal apagada para que se propague un incendio.

No olvidemos además que la extrema derecha intentará cabalgar la insatisfacción y la frustración que se está generando, como ha venido haciendo desde marzo de 2020. Asimismo, Francia está sumergida en una tensa campaña electoral –con el ultra Eric Zemmour subiendo en los sondeos– y en Italia la estabilidad del gobierno de Mario Draghi está en entredicho por la elección del presidente de la República del próximo mes de enero, que podría poner fin al gobierno de unidad nacional.

De todos modos, además de que las líneas de suministro se vayan restableciendo –escenario que no podemos descartar del todo–, mucho dependerá también de si la UE querrá –y conseguirá– tomar cartas en el asunto, comenzando por frenar la subida de los precios de la luz y del gas.

Viena (Austria).EFE/EPA/CHRISTIAN BRUNA

Viena (Austria).EFE/EPA/CHRISTIAN BRUNA / EFE

PAOLO GERBAUDO | Director del Centre for Digital Culture en el King’s College de Londres

La economía mundial se enfrenta una crisis de la cadena de producción y distribución con pocos precedentes en las últimas décadas. Esto ha llevado a un crecimiento de la inflación –por ahora relativamente moderada– con un fuerte impacto sobre el coste de la vida. Los ciudadanos que ya tenían dificultades para hacer frente a sus gastos ahora van a encontrarse con una situación peor.

Mientras unas categorías de trabajadores consiguen subidas de salario, otras muchas no lo están logrando. Además, la dinámica de contratación sindical supone que pueden pasar meses antes que haya subidas de salario para recuperar la pérdida de poder adquisitivo provocado por la inflación. Frente a esta situación, es probable que en los próximos meses vaya subiendo el descontento y la protesta.

Esto pasará, sin embargo, en un marco muy difícil y anómalo, donde la actividad de protesta organizada es aún limitada, sea por reglas del Estado, sea por el miedo de muchos ciudadanos en contagiarse. De esta situación se ha aprovechado el movimiento antivacunas, que ha manifestado la rabia creciente de una parte de la población, ahora enfocada en cuestionar la ciencia, pero cuyas motivaciones tienen también carácter social.

El reto para la izquierda y los movimientos sociales es encontrar formas sostenibles y compatibles con la seguridad sanitaria para retornar a las calles, evitando así que los grupos de extrema derecha y los conspiranoicos tengan el monopolio sobre la expresión del descontento.

Una mujer protesta contra la vacuna obligatoria en Estados Unidos.

Una mujer protesta contra la vacuna obligatoria en Estados Unidos. / Reuters

RAMÓN JÁUREGUI | Presidente de la Fundación Euroamérica

No creo que –en este invierno– se produzca ningún estallido social en Europa como consecuencia de los shocks pospandemia. Viviremos meses de recuperación económica y de creación de empleo y aunque hay descontentos sociales, son estructurales y de diferente signo a los problemas energéticos o de suministro producidos por el parón de la economía mundial en 2020.

Respecto al gas, no creo que las economías de Argelia y Rusia puedan permitirse perder un cliente tan importante y tan buen pagador como somos los europeos. Los puertos –poco a poco– se desbloquearán y el transporte marítimo se normalizará. No creo que los servicios públicos básicos se alteren y tampoco creo que haya movimientos sociales que puedan liderar protestas sistémicas.

Puede ser preocupante la inflación. Quizás no sea tan coyuntural como se dice. Un desajuste de los precios y de las pensiones puede ser grave, y eso sí puede generar alarma y tensión social. Nuevas ayudas a los sectores sociales más desfavorecidos serán necesarias en algunos países.

Europa tiene en cualquier caso, urgente necesidad de abordar algunas debilidades estratégicas. Primero, la autonomía energética en el contexto de la transición ecológica. Dependemos demasiado del gas y de unas renovables incipientes todavía que no aseguran suministros estables. Segundo, la autonomía de productos básicos. La Comisión Europea ha señalado 140 productos en el ámbito sanitario, industrial y agrícolas, cuya “relocalización” sería conveniente. No es una operación fácil porque hay que asegurar ubicación nacional y competitividad de costes. Y tercero y último, la defensa de sus infraestructuras tecnológicas contra los ciberataques.

Tractores en la autovía A5 en una protesta de los productores de tabaco el pasado mes de febrero.

Tractores en la autovía A5 en una protesta de los productores de tabaco el pasado mes de febrero. / EFE

VÍCTOR LAPUENTE | Catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Goteburgo

No se fíen ustedes de un politólogo haciendo previsiones sobre el clima político del futuro. Fallamos más que los economistas prediciendo crisis. Pero nuestra obligación no es decir qué ocurrirá con más o menos probabilidad, sino advertir sobre qué puede ocurrir si no cambiamos nuestro curso de acción. Y creo que las sociedades occidentales, en la recuperación económica tras la pandemia, están acumulando resentimientos: entre ricos y pobres –cuya distancia no para de crecer– y, sobre todo, entre territorios, entre las grandes metrópolis –Londres, París o Madrid– y lo que el economista Andrés Rodríguez-Pose llama territorios “que no importan”: las regiones desindustrializadas en Reino Unido, que votaron masivamente al Brexit; o las francesas, que votan masivamente a Marine Le Pen, o la España “vaciada”, que puede acabar votando masivamente a formaciones populistas.

La naturaleza del choque puede cambiar. Puede ser la inmigración, más o menos favorecida en unas regiones que en otras. Puede ser la política impositiva, con unos impuestos más bajos en las áreas metropolitanas cuando, en realidad, según economistas como Paul Collier, debería ser al revés: las grandes ciudades tendrían que pagar un impuesto especial, porque son el “locus” de la generación de riqueza en un país, de forma parecida a como operaban los impuestos a la tierra en las economías agrícolas. O puede ser la política contra al cambio climático, que fuerza a los países a subir impuestos a los carburantes, más utilizados en las regiones que no importan. El conflicto, en sus múltiples dimensiones, está servido.

Varios activistas protestan frente a la Cumbre del Clima de Glasgow.

Varios activistas protestan frente a la Cumbre del Clima de Glasgow. / EFE

CLAUDI PÉREZ | Director adjunto de El País

"Fue la primavera de la esperanza, fue el invierno de la desesperación", dice el clásico. Fue otro clásico, Albert Hirschmann, quien explicó que la gente no se rebela cuando las cosas están realmente mal, sino cuando sus expectativas se ven defraudadas: el malestar del automovilista en un atasco se vuelve furia cuando el embotellamiento empieza a mejorar pero el carril de la derecha avanza más rápidamente que el suyo. Ese es el riesgo.

La economía española cayó más del 10% el año pasado, en pleno Gran Confinamiento, y la gente salía a los balcones para aplaudir –con razón– a los sanitarios. Ha empezado una recuperación fuerte, con crecimientos que serán del entorno del 5% este año y el próximo. El desempleo no se ha ido a cotas de otras crisis gracias a los ERTE.

Y sin embargo el riesgo es que el malestar larvado en las sociedades –después de dos crisis mayores del capitalismo en una sola década, lo nunca visto– acabe saliendo a la superficie en términos sociales y políticos. Algo importante se mueve bajo las aguas, aparentemente tranquilas, de la economía y la política democrática.

La pandemia ha acelerado los cambios que ya se veían venir y la llamada doble transición, tecnológica y medioambiental, está en marcha. Esas grandes transformaciones suelen dejar ganadores, pero también perdedores: haría bien ese magma informe que solemos llamar Occidente en cuidar de los perdedores si no queremos ver un lío.

El Apocalipsis casi siempre defrauda a sus profetas, y no veo por qué esta vez va a ser diferente: creo que al final, a trancas y barrancas, sabremos lidiar con esto. Pero por si acaso, para terminar hay que acudir a otro clásico: “Espera lo mejor, prepárate para lo peor”. Esta vez no es Dickens, sino Terminator.

NATHALIE TOCCI | Directora del IAI y profesora honoraria de la Universidad de Tubinga

Si se gestionan mal, las consecuencias socioeconómicas de la transición energética podrían presentar un riesgo político tanto para la agenda verde como para la democracia liberal. Si agrava las ya profundas disparidades socioeconómicas, la transición podría alimentar las quejas de los ciudadanos y convertirse en un arma en manos de las fuerzas nacionalistas de Europa, así como de los regímenes autoritarios en su competencia ideológica con el Occidente democrático liberal.

La crisis de los precios de la energía de 2021 puede leerse como un canario en la mina de carbón, dado que podría generar costes insostenibles para los hogares con menores ingresos, que ya están luchando por recuperarse de las consecuencias económicas de la pandemia.

La relación entre la subida de los precios de la energía en 2021 y la transición es claramente compleja. Por un lado, es cierto que la crisis es la consecuencia de una transición insuficiente hasta la fecha. Dicho esto, la transición energética irá acompañada de una mayor volatilidad de los precios. La política debe abordar las consecuencias que esto podría tener, en lugar de detener o ralentizar el ritmo del cambio. Hasta cierto punto, eso está ocurriendo –tanto a nivel de los Estados miembros como de la UE– a través del Fondo de Transición Justa y el Fondo Social del Clima. Son medidas importantes, pero probablemente representan la punta del iceberg de lo que será necesario en los próximos años.

Igualmente importante es el relato europeo. Hemos desarrollado una narrativa sólida para una Europa verde. Ahora debemos desarrollar una narrativa convincente para una Europa en transición.