Opinión | UN CARRUSEL VACÍO

El mejor día de nuestras vidas

Una amiga cercana me ha invitado a su boda. Y resulta que se trata de un mundo mucho más sobrecogedor de lo que creía.

El mejor día de nuestras vidas

El mejor día de nuestras vidas / EPE / EPE

Tengo que ahorrar; este año me quedan tres bodas y dos despedidas de soltera. Últimamente, oigo declaraciones de este tipo cada vez con más frecuencia. Pasada la treintena, entramos en esa fase de la vida en la que, si no eres tú quien se casa, son tus amigos los que comienzan a hacerlo. Lo cierto es que yo he resistido unos cuantos años sin bodas; tal vez mis círculos son más hippies o yo no soy tan popular. Pero ya ha llegado el momento: una amiga cercana me ha invitado a su boda. Y resulta que se trata de un mundo mucho más sobrecogedor de lo que creía.

Para empezar, llevan casi un año preparando el evento. Es casi más complicado que escribir un libro. Invitaciones, vestidos, menú, restaurante, baile… Más que un motivo de ilusión parece una ardua tarea por la que nadie va a pagarles, sino que, además, son ellos quienes tienen que apoquinar. Y no me imagino el dineral que cuesta; prefiero no pensarlo. Yo sabía que elegir un vestido y un lugar llevaba su tiempo, pero no tenía ni idea de ciertas cosas que, en mi opinión, rayan en el surrealismo, como la existencia de una “diseñadora de ramos de flores”. ¿De verdad no se podría encargar en la floristería el día antes? Y lo de asistir a clases previamente para poder abrir el baile después del banquete… ¿no es exagerado? ¿Drones para grabar el evento?

Tanta dedicación para un día. ¡Solo un día! «El mejor de nuestras vidas», suelen decir los prometidos, tratando de justificarse y sin haberlo vivido aún. Es decir, que no se trata de una certeza, sino de una expectativa. Me recuerda mucho al famoso “mejor año de mi vida” de los alumnos del programa Erasmus: esos jóvenes que siguen rumiando aquel curso que pasaron en Bolonia, París o Frankfurt, de fiesta en fiesta, de borrachera en borrachera. Estudiando, también. Practicando el idioma. «Te has perdido lo mejor de la juventud», me dicen con frecuencia. Es cierto: siempre he sido un poco heterodoxa y, en mis años universitarios, nunca tuve interés en pedir una beca Erasmus. Por nada en especial. Supongo que no me apetecía abandonar España ni a mi familia. No es algo de lo que me arrepienta ni tampoco critico a quienes lo hicieron. Seguro que fue una gran experiencia. Pero me repatea que ellos sí me critiquen a mí, como si necesariamente tuviera que ser «el mejor año de mi vida». Estamos rodeados de etiquetas, de esquemas de «lo que tiene que ser». Mal vamos si nos invade la constancia de que ese «mejor año» ya ha sucedido durante la etapa universitaria, con toda la vida que queda por delante.

Mi hermano aprovecha las bodas para viajar. Ha asistido a bodas en numerosos lugares; la más exótica fue en Perú. Incluso llevaron una alpaca a la salida de la iglesia. Conozco a otra pareja que, desde que se casó hace cinco años, cada mes publican fotos del evento en redes sociales, anunciando: «Un año y cinco meses del día más especial de nuestras vidas», «Tres años y siete meses», etc. Tengo esa boda hasta en la sopa, y mira que realmente nunca llegué a asistir, aunque estaba invitada. En contraste, mi madre siempre cuenta que se casó con mi padre un 16 de agosto, con pocos invitados y un vestido corto. Me parece una opción muy rebelde, teniendo en cuenta que fue en la década de los ochenta. Mi padre era director de un colegio y quiso aprovechar las vacaciones de verano para no tener que pedir más días libres para la luna de miel. Un enamorado de su trabajo, desde luego.

Si el tema de las bodas da para un máster, otro asunto son las «pedidas». Ahora ya no se lleva el estilo Jane Austen: las familias no intervienen; pero está muy de moda que el novio o la novia contrate a una especie de paparazzi que los siga, haciendo un reportaje fotográfico completísimo, del momento en el que él o ella saca el anillo y se arrodilla… Más que como la futura prometida, me sentiría un personaje de una película de Hitchcock.

Hace unos años, me contaron el caso de un conocido poeta, de esos que se consideran a sí mismos «underground». El hombre pidió matrimonio a su novia – una muchacha a la que le sacaba bastantes años, para continuar con el estereotipo – en un escenario muy exótico: un popular bar madrileño que organiza jams de poesía donde es posible encontrar algunos buenos poetas perdidos entre mucha mediocridad. Imagino a todos los «bohemios» congregados, testigos de ese emocionante momento. La cuestión es que allí, delante de todos, ella le respondió que no. ¿Cuántos poemas malos le inspiraría la fatal experiencia? ¿Cuántos diseñadores de ramos de flores se quedarían sin trabajo? Al menos, ese día no contrataron paparazzis..