Opinión | CRÓNICAS GALANTES
Una ley contra las mentiras
Si tal ocurre con los ciudadanos del montón, nada cuesta imaginar que sus representantes en el Congreso o el Consistorio multipliquen por diez las falsedades
Circula entre algunos seguidores del partido en el Gobierno la idea de promulgar una Ley de Medios de Comunicación que sancione los bulos con fuertes penas de multa a quienes los propaguen. Aunque puede que este sea también un bulo; y no quisiera uno dar ideas a los que mandan.
Es de suponer que tan improbable medida se aplicaría solo a los medios: ya sean los tradicionales, ya los que han nacido en las redes cibernéticas. Si se aplicase a las mentiras contadas por los particulares, mucho es de temer que una ley así pondría en riesgo de condena al 99,99 por ciento de la población de España y acaso del mundo.
Mentimos mucho, incluso cuando aseguramos no mentir.
Un estudio de la revista Journal of Basic and Applied Social Psychology reveló, por ejemplo, que cualquier persona cuenta dos mentiras al día por término medio, aunque los más animosos lleguen a sumar hasta veinte trolas diarias según otros estudios. También es verdad que en esa encuesta se preguntaba a los presuntos mentirosos, que bien podrían no decir la verdad al contestar.
Todo el mundo miente, se titula precisamente el libro publicado tras cuatro años de investigación por Seth Stephens-Davidowitz, analista de datos, profesor y columnista del New York Times. Al único que le decimos siempre la verdad es a Google, asegura. Las preguntas que hacemos al famoso buscador son siempre verdaderas y responden a nuestras preocupaciones más íntimas. A nadie más se las haríamos. Las razones por las que mentimos son de todo tipo. El mentado Stephens-Davidowitz ha constatado que tanto hombres como mujeres tienden a exagerar el número de relaciones sexuales que en realidad mantienen, por ejemplo.
Pero no solo eso. El investigador de trolas asegura que en general las contamos cuando nos hacen encuestas, incluso si estas son anónimas. Mentimos con la intención de parecer mejores de lo que somos; y, ya puestos a rizar el rizo, nos mentimos a nosotros mismos.
Si tal ocurre con los ciudadanos del montón, nada cuesta imaginar que sus representantes en el Congreso o el Consistorio multipliquen por diez las falsedades. Es fama que los políticos mienten por toda la barba, según aconsejaba Maquiavelo.
El embuste forma parte del trabajo de cualquier gobernante que se precie de serlo: y hay datos que lo demuestran. Un seguimiento de los tuits del expresidente americano Donald Trump, un suponer, reveló que se inventaba una media de 9,9 patrañas cada día. Y parece que pronto podría reincidir en el cargo, si sus votantes persisten en ser engañados.
Otro tanto ocurre a más modesta escala doméstica con el presidente Pedro Sánchez, que gasta fama —justa o no— de decir habitualmente una cosa y, poco después, la contraria. Una de las dos veces ha de estar mintiendo, por mera lógica. Sería, por tanto, el menos interesado en urdir una ley que penalice a quienes incurran en esos, digamos, cambios de opinión.
De ahí que la supuesta idea de aprobar una ley contra las mentiras tenga toda la pinta de ser, en sí misma, otro bulo. No deja de resultar un alivio.
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