Opinión | LE FUMOIR

Medio domingo en provincias

Vuelvo corriendo a París, no sea que en mi casa me digan que han cerrado la cocina y me quede sin cenar. Désolé, monsieur

Una imagen de la catedral de Amiens.

Una imagen de la catedral de Amiens. / Jean-Pol GRANDMONT

Los ingleses dicen que un caballero tiene que ser soldado a los veinte, diplomático a los treinta, y terrateniente al jubilarse. En mi caso, lo primero no ocurrió –“Exclusión médica por visión”, decía el certificado- ni es posible ya que ocurra. Aunque suenen tambores de guerra en Europa, como hace un siglo, veo difícil volver a tener veinte años –parece que hace un siglo-, por mucha Inteligencia Artificial que le eche al asunto. Sobre lo segundo, estoy en ello, ya bien pasada la cuarentena. Y lo de ser un jubilado gentleman farmer, se antoja más difícil que lejano, pues, entre la ignorancia y la miopía, apenas distingo una encina de un olivo.

En su primer tomo de Memorias, José Luís de Vilallonga hablaba de su primer matrimonio con una noble inglesa de posibles. Tenían una estancia en Argentina y jugaban al polo. Así da gusto ser granjero. Pero uno es urbanita, sin estancia ni posibles, qué se le va a hacer. Me gusta el trasiego de las grandes ciudades, y la calma de las pequeñas, si son españolas. No tanto la de las francesas. El domingo quise salir de París, pues después de casi diez años en este país hay sitios que todavía no conozco, y me siento culpable de un delito de lesa patria adoptiva. 

Tras cruzar el Rubicon del Periférico, ese foso que separa la ciudad de su banlieue, esa negación urbanística de la "égalité", esta vez llegué hasta Amiens, junto al Somme. Mi indolencia de domingo y mis genes españoles hacen que jamás consiga llegar al centro de esas idílicas villas a la hora francesa del almuerzo, que es la nuestra del aperitivo.

Mientras conduzco, siento ansiedad por encontrar un restaurante donde por caridad me den una mesa: “Désolé Monsieur, la cocina ha cerrado a las dos” -son las dos y diez-. Indefectiblemente, me veo expulsado al mar de adoquines de la plaza del pueblo, réplica de todas las demás, y me siento el peor dominguero de Francia. Por ventura, acababa de abrir un restaurante chino cerca de la Catedral este Domingo de Ramos. Pedí por favor que me dieran de comer, con humildad de peregrino. La mocedad del negocio les llevó a decir que sí, como en un matrimonio morganático. Lo que en mi cabeza iba a ser un bœuf bourguignon, acabaron siendo unos fideos con mucho cilantro. El cilantro es la versión bastarda del perejil. Si el perejil es la Iglesia Católica, el cilantro es la Reformada. El perejil acompaña. El cilantro se entromete.

Desde la ventana del impoluto restaurante, oigo el viento sobrevolar el regato que atraviesa Amiens mientras me peleo con los palillos. En la calle sólo se ven pequeñas piñas de turistas de los alrededores, y una cantidad notable de indigentes algo zombis yendo de acá para allá, sus rostros de ebriedad resguardados del frío que marcea bajo sus capuchas de penitente, como un Baltimore de “The Wire” en procesiones. Al bordear las tapias de la ciudadela donde se asienta la magnífica catedral, asoman tres cabezas de niños salidos de una novela de Dickens. Les hago una foto. 'Nique ta mère!', gritan –prefiero no traducir esto-.

La bella camarera china se preocupa por saber si necesito cubiertos y si los fideos están de mi gusto, si los quiero más picantes, si quiero más vino. Me siento como Cela en aquellos anuncios de guías gastronómicas o como uno de esos críticos implacables de cuyo veredicto depende el futuro del local. Entro en la catedral, aunque parece cerrada a cal y canto. Es aérea y gótica, de cinco naves, imponente pero no brutal, de una piedra ligera como el papel, un origami de la mejor masonería, con unos vitrales que rozan la psicodelia en su juego de luz y de color, un tripi obispal.

Pongo un cirio a la Virgen de Lourdes por un amigo enfermo, mientras una anciana recorre arrodillada el deambulatorio en mármol blanco y negro. Me recuerda a la “santa” de “La Grande Bellezza”, haciendo un viacrucis antes de hora. Un gorrilla me pide unos euros por haberme “vigilado” el coche. Le doy los euros y las gracias, pues en Francia siempre es el cliente el que las da y el que pide perdón. Vuelvo corriendo a París, no sea que en mi casa me digan que han cerrado la cocina y me quede sin cenar. Désolé, monsieur. Al llegar, las nubes sobre el Sena son de un rosa intenso, y se reflejan en el agua como las vidrieras de la catedral de Amiens. Cae la tarde y oigo a alguien decir que ha llegado la primavera.