Opinión | EDITORIAL

Por la sostenibilidad del campo

Frente a los riesgos de radicalización, los gobiernos deberían extremar su sensibilidad con el sector agrario

Tractores en Bruselas

Tractores en Bruselas / Hatim Kaghat/Belga/dpa

El campo europeo está en llamas. En realidad, el malestar comenzó poco antes de la gran pandemia, pero se enmascaró con el virus, y desde entonces la situación se ha agravado todavía más: en los últimos dos años ha habido una crisis de costes agrarios y una sequía creciente que ha reducido la oferta y disparado los precios. Los agricultores franceses empezaron hace ya días sus aparatosas movilizaciones que han paralizado el país, afectados por sus proverbiales bajas retribuciones y por la falta de ayudas para contrarrestar los efectos de la guerra de Ucrania. Las protestas han desbordado Francia rápidamente, se han contagiado a bastantes países europeos y han llegado a España, donde las grandes organizaciones -Asaja, COAG, UPA- hacen valer sus reivindicaciones y anuncian acciones.

Las razones de las protestas son complejas. De entrada, nuestros dirigentes, embarcados en un proceso de transición energética imprescindible para salvaguardar el futuro del planeta, no han sabido valorar los efectos secundarios que determinadas políticas han tenido y tendrán sobre un campo ya castigado severamente por la crisis climática y por los cambios de hábitos de consumo. La dedicación de grandes extensiones de cultivo a parques fotovoltaicos, mucho más rentables, es un ejemplo de la postergación que padece la agricultura

La protestas versan especialmente sobre los efectos sobre los precios de las importaciones de países extracomunitarios, que además no cumplen las normativas de consumo internas, y la "excesiva burocracia" de la UE en la gestión de la Política Agraria Común (PAC). Entre sus reclamaciones para combatir aquella competencia desleal está la no ratificación del acuerdo de comercio con Nueva Zelanda y que se paralicen las negociaciones con Mercosur, Chile, Kenia, México, India y Australia. En el caso de España, nuestros agricultores reclaman al gobierno más controles en la frontera con Marruecos para garantizar que los productos agrícolas importados cumplen con las normativas y se respetan las cantidades arancelarias establecidas en el acuerdo de libre comercio. Los representantes españoles reclaman la modificación y ampliación de la Ley de la Cadena Agroalimentaria para prohibir prácticas desleales, con el fin de que los precios cubran los costes de producción.

La insensibilidad de los gobiernos ante este malestar del campo, con la consiguiente irritación de la sociedad agraria y rural, ha resultado ser terreno abonado para las propuestas arcaicas de la extrema derecha, que derrama su demagogia para reclamar una arcadia imposible y una sociedad plana que no tiene cabida en el mundo de hoy.

Frente a estos riesgos de radicalización, los gobiernos deberían extremar su sensibilidad y, a estas alturas, no debería ser necesario recordar que la actividad agraria no solo tiene valor económico y comercial. La preservación del medio ambiente y de unos hábitos saludables de vida, al tiempo que una ordenación del territorio humanista y sensible a las culturas tradicionales de producción obligan a los Estados y a la Unión Europea a actuar para mantener unas actividades agropecuarias equilibradas y sostenibles capaces de sostener a sus habitantes y que eviten la despoblación de lo rural y sean verdaderos estabilizadores de un equilibrio que no se conseguirá si lo urbano y la agrario no forman un diálogo amigable de sana diversidad.