Opinión | DÉCIMA AVENIDA

Israel, la tierra y la gente

La ofensiva militar en Gaza muestra que Netanyahu no considera a los palestinos como una población que debe gestionar, sino como un problema de seguridad que reprimir

Los palestinos llevan el cuerpo de un hombre muerto en ataques israelíes contra casas, en medio del conflicto en curso entre Israel y el grupo islamista palestino Hamas, en el campo de refugiados de Magazi, en el centro de la Franja de Gaza, el 5 de noviembre de 2023.

Los palestinos llevan el cuerpo de un hombre muerto en ataques israelíes contra casas, en medio del conflicto en curso entre Israel y el grupo islamista palestino Hamas, en el campo de refugiados de Magazi, en el centro de la Franja de Gaza, el 5 de noviembre de 2023. / REUTERS/Mohammed Salem

Casi un mes después, los peores augurios tras el atroz ataque de Hamás en Israel del pasado 7 de octubre se han cumplido. El Ejército israelí ha respondido con una brutal operación militar en la franja de Gaza que empezó con bombardeos y ha entrado ya en una fase terrestre. Las muertes de palestinos se cuentan por miles, muchos de ellos niños, y la destrucción sobre todo del norte de la franja es apabullante. Los efectos de la ofensiva militar en los millones de palestinos que viven en Gaza son trágicos y la situación humanitaria, crítica, en un lugar en el que antes del 7 de octubre ya se vivía en unas condiciones dramáticas tras más de una década de bloqueo. En Gaza se escriben renglones oscuros de la historia.

En términos regionales, la temida expansión del conflicto a una escala regional no ha sucedido (aún), más allá de algunas escaramuzas en la frontera norte entre las tropas israelís y la milicia libanesa Hizbulá. En la arena diplomática, los acuerdos de Abraham se han congelado, pero ni mucho menos se han paralizado. Es tan solo un paréntesis. Eso sí, el apoyo sin fisuras e incondicional de EEUU y los países europeos a Israel ha reafirmado de una forma inequívoca lo que ya era evidente: que no se trata de mediadores en el conflicto, sino de aliados de una de las partes. Las consecuencias a medio y largo plazo de esta constatación están por ver. De entrada, la UE desciende sin frenos y a toda velocidad a una posición de irrelevancia en la región, aliada de Israel de segundo rango tras EEUU y sin ninguna influencia en los países árabes. El efecto internacional que tiene y tendrá el doble rasero ante la muerte de civiles de uno y otro lado sitúa a los países occidentales y a sus intereses en una posición muy precaria ante el Sur global.

Asimismo, el conflicto coloca a Israel ante una decisión existencial. Tras el 7-O, el desencadenamiento de una ofensiva muy dura estaba cantado por motivos estratégicos (recuperar la disuasión), tácticos (ganar posiciones para el día siguiente de la guerra) y emocionales (la «venganza poderosa» de la que habló Binyamín Netanyahu). El objetivo de eliminar a Hamás es un imposible; no tanto derrocarlo del poder en Gaza, aunque el regreso de Al Fatá y la Autoridad Nacional Palestina (ANP) a una franja destruida requeriría de una ardua negociación en la que no debe obviarse que la división de la ANP entre Cisjordania y Gaza siempre ha sido vista con buenos ojos por Israel, fiel a la máxima de que la división palestina es una baza para el Estado hebreo.

Pero lo que está en juego para Israel es su propia naturaleza. Israel es el Estado judío creado a partir del proyecto sionista nacido a finales del siglo XIX. El proyecto sionista tiene dos pilares: la tierra (la Tierra de Israel, Eretz Israel) y la gente: Israel es el hogar nacional de los judíos. Los dos pilares se plasman en el famoso lema sionista un pueblo sin tierra para una tierra sin pueblo. Pero la tierra no estaba vacía, en ella vivían y viven millones de palestinos. La historia del conflicto es en realidad la historia de cómo el proyecto sionista ha ido imponiéndose hasta controlar toda la tierra de Palestina y de cómo ha gestionado a la población no judía que vive en ella.

Campo de refugiados de Al-Maghazi, en  la Franja de Gaza.

Campo de refugiados de Al-Maghazi, en la Franja de Gaza. / Europa Press/Contacto/Omar Ashtawy

Israel también se declara un Estado democrático y judío. Desde la guerra de los Seis Días Israel controla de facto todo el territorio. ¿Cómo se puede ser un Estado democrático y al mismo tiempo gestionar a millones de personas a las que no se reconoce ciudadanía plena, derechos y libertades porque no son judías? Es la pregunta existencial de Israel, sobre la cual el sionismo lleva buscando una respuesta al menos desde 1967.

El laborismo llegó a la conclusión de que para ser democrático y judío debía sacrificar tierra, de ahí el proceso de paz y los dos estados. La derecha y extrema derecha de Netanyahu argumentan que no es necesario, que se puede tratar a los árabes tan solo como un problema de seguridad, la teoría del puño de hierro. Esta visión entró en crisis el 7 de octubre. Cierto, el puño de hierro golpea más fuerte que nunca en Gaza y muchos hoy en Israel fantasean con la idea de solucionar el problema expulsando a millones de palestinos, pero también hace sangrar a Israel. Por este motivo, Israel está en un momento decisivo en que necesita sinceridad de sus auténticos amigos. Su decisión indicará qué tipo de país va a ser. Por ahora se impone el puño de hierro, incompatible con el carácter democrático, pero el punto de inflexión creado el 7 de octubre no ha hecho más que empezar.