Opinión | CRÓNICAS GALANTES

La muerte “low cost”

Fácil es comprender tan altos costes, dado que solo se muere una vez. Los funerarios saben que sus clientes son de una sola consumición, a diferencia de los que frecuentan los bares

Cementerio de La Almudena de Madrid

Cementerio de La Almudena de Madrid / DAVID CASTRO

La de morir es una tenaz costumbre animal que para la especie humana supone además un contratiempo económico. Un entierro no baja de los 3.700 euros, según los cálculos de las asociaciones de consumidores; aunque ese precio podría menguar un poco si se opta por la incineración.

Fácil es comprender tan altos costes, dado que solo se muere una vez. Los funerarios saben que sus clientes son de una sola consumición, a diferencia de los que frecuentan los bares; y parece normal que en tales circunstancias hagan lo posible por el sostenimiento de la empresa.

Para paliar el quebranto financiero, que se suma al de la muerte propiamente dicha, una firma estadounidense del ramo ha lanzado al mercado unos funerales low cost de muy apañado precio.

Por apenas unos mil dólares se ocupan de pasaportar al difunto, si bien ofrecen alternativas algo más caras para los que quieran darse el capricho de un entierro ecológico. Quien desee reciclar su cadáver en compost para abono deberá aflojar cinco mil dólares del ala. Cosas de americanos.

Algo de eso entendemos en Galicia, donde el trato con la muerte se ejerce con más naturalidad y mucho menos dramatismo que en otros lugares. De hecho, aquí es habitual la celebración de ferias internacionales de productos y complementos fúnebres en las que se exhiben las últimas novedades del I+D mortuorio.

Famosas fueron y aún son, pese a la omnipresente competencia china, las factorías de ataúdes de Piñor, Ribadavia y otros centros fabriles. La muerte ha sido una industria de gran vitalidad en este reino especializado en la mueblería póstuma.

Nada de lo que extrañarse si se tiene en cuenta el vínculo cercano y casi cordial de Galicia con los difuntos que hoy celebran su día grande, por así decirlo. Si los mexicanos rinden culto a la Virgen de la Muerte, los gallegos, mucho más prácticos, reservamos nuestro cariño para los muertos, que son más de casa.

Dan fe de ello los petos de ánimas, huchas en las que los vivos dejan sus limosnas para que a los difuntos no les falte lo necesario en su vida de ultratumba. Abastecemos así a nuestros parientes y amigos del Más Allá para que puedan pagarse las rondas de aguardiente en el Más Acá durante las frías noches de invierno.

Por ahí fuera piensan que los gallegos nos hemos inventado la Santa Compaña como una especie de atracción turística, pero qué va. Muchos creemos de verdad en la existencia de los muertos andantes y, en consecuencia, solemos dejarles unas monedas en los petos de los caminos para que no les falten unas copas en sus salidas nocturnas.

Los difuntos, gentes de poco comer que apenas hacen gasto, no pretenden asustar a nadie cuando les da por salir de paseo. Algunos incluso dejaban el sepulcro, mucho tiempo atrás, para cumplir con sus deberes cívicos, a juzgar por el número de fallecidos que votaban en el censo de “residentes ausentes” de Ultramar.

Ahora que las facturas de un funeral dan sustos de muerte (en Vigo, sobre todo), los difuntos podrían y deberían aprovechar su día para reivindicar una oferta de entierros low cost que facilite el tránsito a quienes vienen detrás. Los futuros usuarios del servicio se lo agradeceríamos con una limosna extra en los petos de ánimas.

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