Opinión | PARECE UNA TONTERÍA

Silencio pese a todo

El silencio sigue en su sitio siempre, como un humilde habitante al que no se puede hacer desaparecer del lugar. Se despliega en toda clase de lugares

Una vista de una de las cafeterías de la firma.

Una vista de una de las cafeterías de la firma. / INAKI ABELLA DIEGUEZ

Por las mañanas bajo a trabajar a una panadería que hay al lado de casa. Se llama Meraki. A veces lo hago justo a la hora en que entra más gente a desayunar y a llevarse el pan. Las voces y los sonidos que originan todos esos cuerpos al moverse y los objetos al ser tocados me ayudan a concentrarme para leer o escribir. Esa suma de ruidos chocando y rebotando entre sí para mí es también silencio, porque me aísla y me empuja a pensar en cualquier cosa menos en su existencia. Todo empeora cuando el local se vacía y los sonidos abandonan la mezcla, y se quedan solos, y finalmente se desvanecen. Ese es el momento en que regreso a casa, como las personas que se duermen mientras ven una película y se despiertan al acabar, cuando entran los títulos de crédito y el sonido se mitiga y desaparee.

Quiero decir, con esto, que cada uno tiene una idea particular y favorita del silencio, y que en base a ello lo encuentra en extrañas circunstancias, que a veces remiten al ruido y a veces, en realidad casi siempre, a su ausencia. Cuando se apaga, el silencio cobra infinitas máscaras. Recuerdo cómo hace unos meses el silencio se volvió miserable al entrar mi hija en casa y preguntar si podíamos practicar el beso con lengua. Apenas acerté a abrir mucho los ojos, tanto que casi se me cayeron al suelo, y a quedarme callado unos desarrapados segundos. Ya le pasaba a los padres de Mafalda los días que la niña irrumpía en la cocina y preguntaba "Qué es ser Yo misma" o "Por dónde hay que empujar un país para llevarlo adelante".

En 'La luz difícil', de Tomás González, hay un momento en que David, el narrador, un artista afincado con su familia en Nueva York, hace referencia a "un silencio insidioso, subterráneo", que se mantiene en pie a pesar de que las personas que hay a su alrededor hablen, griten o hagan cualquier clase de ruido. Nada lo desgasta. El silencio sigue en su sitio siempre, como un humilde habitante al que no se puede hacer desaparecer del lugar. Se despliega en toda clase de lugares. En el caso de David, lo percibió incluso cuando se derrumbaron las Torres Gemelas en 2001. Él, su mujer y sus hijos las vieron desmoronarse y desaparecer desde la terraza de su apartamento aquel 11 de septiembre. Tan pronto como quedaron reducidas a polvo, humo y olor a quemado, ese silencio del que habla se metió "en el interior de los chirridos de los vagones del 'subway' cuando daban las curvas, en el interior de las voces de la gente en los restaurantes, en el tráfico pesado de la calle Canal, en el estrépito de los trenes y autos en los puentes, y hasta en las mismas sirenas".

El silencio llega a los lugares más recónditos, por vías que quizá solo él sabe abrir. Cuando Ludwig y Paul Wittgenstein vivían en la mansión familiar en Viena, Paul interrumpió un día sus ejercicios de piano para golpear la pared que daba a la habitación vecina, donde Ludwig escribía en silencio. "¡Cómo pretendes que toque el piano con tu escepticismo metiéndose por debajo de la puerta!", le gritó.