Opinión | POLÍTICA

Mano tendida

Aunque resulte paradójico, en nombre de una mayoría se puede ser profundamente antidemocrático: la democracia no es un mero juego estadístico en el que el ganador se queda con todo el pastel

Feijóo se reúne con Sánchez en el Congreso

Feijóo se reúne con Sánchez en el Congreso / Mariscal

Un espíritu de generosidad hizo posible la Transición. Es, en cambio, la falta de generosidad lo que está terminando con los frutos de esa misma Transición. No hablamos de leyes, ni siquiera de su ejecución, ni tampoco de calidad institucional –cada vez más deteriorada–, sino de una actitud y, por tanto, de una mirada y de una ética. La generosidad supone renunciar a parte de aquello que crees que te corresponde a cambio de un bien mayor. La generosidad supone reconocer en el bien común un valor superior al bien individual. La generosidad comporta incluso aceptar ser engañado, si con este engaño la sociedad sale fortalecida o abre los ojos a una realidad que permanecía velada carcomiendo el cuerpo social. La generosidad se encuentra en el corazón mismo del parlamentarismo liberal, que es cualquier cosa menos individualismo ciego –como a veces defienden algunos de sus abanderados–. Aunque resulte paradójico, en nombre de una mayoría o de un formalismo, también se puede ser profundamente antidemocrático. Porque la democracia no es un mero juego estadístico en el que el ganador se queda con todo el pastel.

Resulta difícil no caer en la tentación del poder. Los partidos son máquinas de colocación que buscan autoperpetuarse. Las ideologías enloquecen con facilidad y tienden a los extremos en periodos de conflicto social. Por muchas razones, la política ya no busca sus cuadros entre los mejores. Al contrario, en una época de precariedad laboral, la política se ha convertido en una salida profesional de la que dependen muchos sueldos. Todo esto, en una sociedad donde el músculo moral se ha deteriorado, genera problemas evidentes.

¿Quién debería encarnar este espíritu necesario de generosidad en nuestros días? Sin duda, los grandes partidos. El PSOE y el PP conforman la columna vertebral de nuestra democracia y del gran régimen de derechos y libertades que nos concedimos el 78. En este sentido, son más responsables que nadie de su actual decadencia –e importa poco dónde situemos el punto inicial de nuestros males–, al igual que es a ellos a quienes debemos exigir un sentido de Estado que vaya más allá de los intereses particulares de los partidos.

Dicho de otro modo, ¿el principal problema del Estado se encuentra en la tensión no resuelta entre la nación y las nacionalidades históricas, por plantearlo en términos constitucionales? ¿O la centralidad del país se encuentra en un punto intermedio entre el imaginario político de populares y socialistas? Una pregunta similar nos invita a considerar si se puede iniciar una nueva transición, como la que parece estar planteándose ahora, sin el apoyo –o al menos el visto bueno– de la mitad del país. Por supuesto, como reza el antiguo adagio, se triunfa dividiendo; pero así difícilmente se cohesiona o se construye. Desde el mito de Babel, esta es una lección sabida.

Si el gran pacto entre los dos partidos centrales de la democracia española, siguiendo la estela alemana, no es posible –como así parece–, entonces Feijóo debería ofrecer al PSOE los votos necesarios para la investidura de Pedro Sánchez. La ciudadanía agradecería ese gesto de generosidad, aunque fuese rechazado por los socialistas. También Europa tomaría nota y el relato de la confrontación gratuita de la que se acusa a la derecha española quedaría desmentido. Con un poco de suerte, la mano tendida de uno encontraría la mano tendida del otro y algunas de las grandes reformas que necesita nuestro país se harían realidad. Al fin y al cabo, un rumbo equivocado sólo se soluciona con un hábil volantazo.