Opinión | EL REVÉS Y EL DERECHO

El fantasma del odio

El periodismo está por encima de nuestras opiniones, así que o nos obligamos a los hechos o no decimos, o pregonamos, que somos periodistas

El escritor Albert Camus

El escritor Albert Camus / Archivo

A los dieciséis años, cuando los adolescentes aún no sabíamos sino de la existencia de un idioma, el de la dictadura impuesta por los que ganaron la guerra civil, alguien me regaló un libro que resultaría ser de oro. Estaba roto por las puntas, leído por docenas de usuarios de una biblioteca pública. Cayó en mis manos cuando entre los autores que llegaban al pueblo había sólo equivalentes de los seriales de Manuel Lafuente Estefanía.

Pero aquel libro, 'El revés y el derech'o, de Albert Camus, debió venir a través de algún fielato misterioso y terminó en la mesa donde yo estudiaba el Griego del último curso del Bachillerato. Abrí aquellas páginas, antes de saber que aquel Camus sería el autor de mi vida, y me encontré que ese se trozo de escritura, la primera que él dio a la imprenta, constitución de una enseñanza contra la discriminación, a favor de la educación, un escudo contra la racismo y la burla del diferente.

Fue una enseñanza, como la que el propio Camus sintió que había recibido de su maestro, al que le dedicaría años después el premio más importante de la literatura. Ahí exponía el escritor argelino, cuando aún era un muchacho, una expresión de su credo: “El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento”.

Entonces, a los dieciséis años, yo tomé nota, con mi bolígrafo, sobre mi cuaderno, de ese credo que luego sería esencial en todas las instancias de mi vida, incluyendo esta que desarrollo, el periodismo. Naturalmente, a esta especialidad, que es más un desempeño profesional que un sacerdocio, los periodistas debemos añadir influjos rabiosamente humanos, pues nosotros hemos de ser imparciales y honestos. No podemos abandonar cada vez que nos dé la gana la obligación de la imparcialidad para regalarla a nuestras convicciones eventuales.

El periodismo está por encima de nuestras opiniones, así que o nos obligamos a los hechos o no decimos, o pregonamos, que somos periodistas. Dicho esto, y amparándome en el ejemplo citado de Albert Camus, quiero contar ahora hasta qué punto el momento que estamos viviendo en Europa, en el mundo y, naturalmente en España, me hace invocar el pavor que tenía el maestro argelino ante el resentimiento que él veía cernirse sobre la época, antes de los años 30, que desembocó en una guerra cuyas consecuencias mundiales aun no se han logrado zanjar.

Fue una guerra nacida del odio nazi al diferente, al que consideraron débil, objetos de burla para los que representaban el nuevo orden. Los que quisieron quedarse con Europa salvando de ese exterminio a tres países que son el nuestro, Portugal e Italia, habían delimitado el mundo: ellos y los otros, y a estos les aguarda la miseria, consecuencia del odio diseñado en despachos bélicos. Los gobiernos de esas naciones proclives a apoyar al Führer se rindieron a los encantos de Hitler, y nuestro país, por ejemplo, les envió soldados a prolongar su excursión de odio por media Europa.

Ese episodio y sus consecuencias son ahora el alimento de los negacionistas que consideran que ahora, todavía, es actualidad la barbarie. De ahí viene que partidos ultras estén armándose, de ideas viejas, de ideología obsoleta, para tomar el poder de una manera u otra contra la razón, por ejemplo, que asistía a los que en España acordaron una transición ejemplar, aunque tan denostada.

El odio fue el factor que unió a los nazis y a los fascistas. El franquismo se sintió también estimulado por esa rabia burlona. Tuvo que pasar una cuarentena de años hasta que una transición en la que participaron todas las ideologías dio de sí una nueva forma de relación de respetos mutuos. Ahora, se ha visto en algunas consecuencias de las manifestaciones del Orgullo, y se observa en otros países de nuestro entorno, como en Italia, que los nostálgicos que desprecian las banderas o las ideas de otros, se reclaman como los únicos que merecen el apelativo de patriotas, y en función de eso reclaman la expulsión de los que buscan en Europa una acogida que, por otra parte, en otro tiempo, tuvimos, por ejemplo, los españoles de la diáspora.

Un fantasma que en Estados Unidos recogió el estandarte que les pasó Trump y que se llamó odio busca instalarse ahora en Europa. Sería bueno que regresemos a Albert Camus, y escribamos en la parte más libre de nuestros corazones aquel emblema suyo que encontré en el volumen desgastado de El revés y el derecho: “El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento”. El resentimiento, amigos, es el peor consejero en la batalla por la razón y por la democracia.