Opinión | DIVIÉRTETE AHORRANDO

Poner un nombre te hará peor persona

Por eso poner un nombre debería estar prohibido. Me lo imagino así: tú vas al Registro Civil y allí el Estado le asigna uno aleatoriamente al bebé. Eso sí, puedes vetar los diez que menos te gusten, que tampoco hay que abusar

Un bebé, jugando en una guardería. Joaquín Corchero

Un bebé, jugando en una guardería. Joaquín Corchero / Joaquin Corchero

Previsiblemente, dentro de unos días mi pareja y yo pondremos un nombre. “Un nombre es solo un nombre” y “un nombre es mucho más que un nombre” son las dos frases que más me han hecho pensar últimamente. Diría que las escuché en dos películas diferentes, pero en realidad creo que fue en la misma, porque en este asunto hay más énfasis que ciencia. Lo único que tengo claro, después de nueve meses de darle vueltas al tema, es que es difícil que poner un nombre te haga mejor persona.

Y es que poner un nombre revela tus debilidades: un gusto excesivo por el simbolismo, la vanidad de ver repetido el tuyo, el afán de originalidad o el querer convertir a tu hijo en una carpeta de instituto donde estampar la cara de tu artista favorito. Por eso poner un nombre debería estar prohibido. Me lo imagino así: tú vas al Registro Civil y allí el Estado le asigna uno aleatoriamente al bebé. Eso sí, puedes vetar los diez que menos te gusten, que tampoco hay que abusar.

Pero como ha llegado mi momento antes que la ansiada ley, he tenido que enfrentarme a mis pequeñas extravagancias. La primera, la de querer un nombre normal: me gustaban Juan y María porque me parecían antídotos contra el simbolismo, nombres neutros, de hecho, más que nombres son los ejemplos con lo que aprendíamos sintaxis. Analiza: "Juan y María se quieren". La segunda, que la inicial del nombre coincida con la del primer apellido: encuentro que da sonoridad. Y la tercera, mejor un nombre largo, para que luego los más cercanos te lo acorten, y así poder tener un indicio de la intimidad que la gente siente contigo. Es el privilegio que he tenido como Manuel, cuando alguien da el paso al “Manu”, y me gustaría legárselo a mi hija. Lo que les decía: querer cargarle a otro con tus cosas, aunque tus cosas parezcan solo letras, te hace peor persona.

Durante los meses de deliberación, la conversación se repite aquí y allá. Alguien pregunta "cómo vais a llamar a la criatura", un volquete de nombres cae sobre la mesa y los participantes los van cribando con frenesí: Josefina, me encanta, como mi abuela; Sofía, qué horror, como la reina; Julia, precioso, así se llamaba mi exnovia. Porque sí, los nombres no son nombres, los nombres son siempre los demás. Y depende de cuánto te quería tu abuela, de si eres monárquico o de si cerrasteis bien aquel noviazgo que te guste o no un nombre.

¿Qué sentido tiene entonces elegir uno? Y aún más, ¿qué sentido discutirlo con todo el mundo como, queramos o no acabamos, haciendo? Al final el nombre es la zanahoria para amenizar la espera porque el nombre es, justamente, la conversación social sobre el nombre. Una conversación vagamente entretenida y un poco ridícula, pero sobre todo infinita, porque hay tantos nombres como de minutos dispongas para comentarlos, y que por lo tanto lo mismo sirve para ir calentando una velada, que para llenar un silencio incómodo o para mantener vivo un vínculo de cortesía que, al fin y al cabo, son los que más tenemos al cabo del día.  

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