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Conversar con restricciones

Encapsuladas en un formato exprés, comprimidas por obligación y no por gusto, las conversaciones nos obligan a dar lo mejor de nosotros mismos

Dos mujeres en una terraza de Santiago de Compostela

Dos mujeres en una terraza de Santiago de Compostela / César Arxina - Europa Press

Qué emocionante es fantasear con la posibilidad de una conversación. Y qué difícil que la conversación real esté a la altura de aquella ilusión. Por eso nos prometemos quedar con mucha más gente de la que luego lo hacemos; por un momento fantaseamos con la conversación soñada: que sea a la vez íntima y divertida, actual y desentendida del mundo… A veces pasa. Pocas pero pasa. Y ese día nos devuelve la ilusión para otras cien conversaciones fallidas.

La obra del escritor Georges Perec, como la del resto del grupo literario Oulipo, exploró el modo en que las restricciones formales pueden servir de estímulo para la creatividad. En La desaparición Perec probó a escribir una novela sin palabras que contuvieran la letra e. Y en La vida instrucciones de uso contó la vida de un inmueble, un poco al estilo de 13 rue del percebe, pero siguiendo el movimiento del caballo de ajedrez para pasar de una casa a otra. Las conversaciones, me digo, funcionan como la cabeza de Perec: mejor con restricciones.

Todo esto a cuenta de una imprudencia que cometí la semana pasada y que pagué bien caro. A diario mantenemos decenas de conversaciones que son el embrión de otras posibles y más largas: coincidimos en el ascensor con la pareja de vecinos que mejor nos cae —“a ver si un día hacemos esa cena”—, nos cruzamos por la calle con una antigua y estimada compañera de trabajo —“ahora voy pillado, pero un día nos tomamos una caña y nos ponemos al día, que siempre nos vemos deprisa y corriendo”—, o aparece en una fiesta un amigo al que no contábamos con ver —“espera, que termino de saludar y seguimos hablando”—. Sin embargo, encapsuladas en un formato exprés, comprimidas por obligación y no por gusto, las conversaciones nos obligan a dar lo mejor de nosotros mismos. En apenas dos pinceladas te interesas por el otro, resumes tu cotidianidad con un buen chiste, y haces un guiño que deja ver una complicidad pasada; en el aire flota la ilusión de que, si tuviéramos dos horas por delante, estarían al mismo nivel de efervescencia. Y te separas del otro con un pequeño desgarro y una promesa que, en el fondo, sabes que es mejor no cumplir.

Pero nadie está libre de sufrir un rapto de entusiasmo o tener un repentino exceso de confianza en el porvenir. Aquí va mi historia. Era una comida de a dos, que tenía algo de trabajo y algo personal, llamada a durar una hora y con una cómoda estructura que no sé arquitecto de sociedad diseñó pero que todos seguimos porque está muy bien pensada: algún comentario personal al principio, luego el trabajo, y al final otra ración de cosas personales para destensar. La cosa había ido muy fluida, los dos estábamos saciados, contentos y con ganas de más. Ahí vino el resbalón. El otro dijo: «Yo tengo la tarde libre, ¿te hace un digestivo?». Y yo: «No puedo, tengo cosas que hacer». Pero todo la alegre luz de este otoño caluroso bañaba nuestras caras y la fe en nuestras posibilidades se adueñó de mí. «Venga, qué diablos». Escribí un mensaje para disculparme por no hacer lo que tenía pendiente y, en cuanto dejé el móvil en la mesa, la tardé se abrió ante nosotros como un océano de tiempo imposible de cruzar. Una terrible verdad quedó al descubierto: la velocidad con la que nos habíamos puesto al día, dejando a un lado aspectos menores, era solo un mecanismo para encubrir que esos aspectos menores no existían, pero es mucho más grato hablarse como si hubiera mucho más que decir que hacerlo reconociendo que eso es todo lo que hay.

Nos pudo la presión de saber que, sin un límite externo, la conversación se enfrenta a los suyos propios. Lo que durara en adelante la charla nos daría la medida exacta de nuestra intimidad. Y esa es una cifra que nadie quiere conocer con tanta precisión. Empezó a costarnos articular palabra. Porque además todos sabemos que cinco minutos de silencio incómodo, de tirar de banalidades, bastan para deslucir una hora de vibrante intercambio. Volviendo a casa, con la luz ya declinante, pensé que por eso los ricos siempre tienen prisa, y se están yendo o llegando, y nunca se quedan hasta el final. Y lo apunté en mi lista de conductas para medrar en sociedad: muéstrate siempre ocupado, disimula tu tiempo.

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