Opinión | DIVIÉRTETE AHORRANDO

Queremos saber tu opinión

En un hostal en el que el dueño me había prometido descanso, me pasé la noche en vela por el musicón de un vecino. A la mañana siguiente se lo hice saber al dueño, él se sintió ofendido

El recepcionista de un hotel mostrando una tablet.

El recepcionista de un hotel mostrando una tablet. / Unplash

Todo funciona al revés. Se terminan las vacaciones y no son tus amigos y familiares los que quieren saber qué tal te ha ido. Ellos ya llevan días trabajando o han visto tus stories en Instagram y con eso se hacen una idea cabal: ninguno te pedirá tu opinión. Quienes sí lo hacen son, en cambio, Airbnb, Booking y los responsables de los aseos de los aeropuertos. Ellos quieren saber qué te ha parecido todo: la llegada, la simpatía del personal, la limpieza, la ubicación, el equipamiento…

Es muy tentador que a uno le pidan su opinión sobre algo, así que, mientras dura mi experiencia en esos lugares, yo trato de formarme la mía propia: ¿está bien ubicado este hostal? Queda un poco lejos del centro, aunque eso le permite tener unas vistas envidiables; aun así es demasiado lejos, claro que por eso pago menos, que es lo que yo quería. ¿Debo penalizar su lejanía cuando es justamente por lo que lo elegí o, más bien, lo que me permitió venir? Y cuando veo que estoy a punto de criticarlo por estar a mi alcance, me asusto y cierro la página. Pero es que las opiniones son así: caníbales que acaban devorándolo todo

Michi Panero dijo que en esta vida se puede ser de todo menos coñazo. A finales de verano, yo creo que lo que quería decir es que en esta vida se puede ser de todo menos cliente (bueno, y menos fascista; y no quiero pensar en la posibilidad de un cliente fascista: escalofríos). Pero toda esta creciente curiosidad por conocer nuestra opinión nos lleva justamente en esa dirección. 

En un hostal en el que el dueño me había prometido descanso, me pasé la noche en vela por el musicón de un vecino. A la mañana siguiente se lo hice saber al dueño, él se sintió ofendido -el hostal llevaba el nombre de su hija recién nacida, así que no descarto que sintiera que mis quejas se remitían de un extraño modo hacia ella- y ahí empezó una elegante dinámica de reproches y regates entre ambos.

Yo le caía mal y él me caía mal a mí, un deporte muy veraniego que no pude disfrutar plenamente porque en un momento dado me di cuenta de que él, que acababa de abrir su negocio, temía mi evaluación. Y ahí se rompió la magia del encuentro. Porque la intimidad de esas pequeñas refriegas, lo que antes se resolvía en un volver a la habitación y decirle a tu pareja “no aguanto a este tipo”, se ha visto corrompida por el imperio de los comentarios públicos, que nada saben de condiciones laborales, ni circunstancias personales. 

Yo quería decirle que estaba disfrutando de nuestra rivalidad soterrada, que jamás le haría daño a su reputación digital, que por favor siguiera abordándome con ese sutil desprecio, que lo prefería a la simpatía por mandato y que lo último que quería, ay, era ser tratado como un cliente. ¿A quién puede gustarle que le den, por defecto, la razón?