Opinión | DIVIÉRTETE AHORRANDO

La verdad está en las colas

Creíamos que las colas eran una maldición bíblica hasta que llegó la era digital y, cuando por fin pudimos acabar con ellas, inventamos la cola virtual

Una fila de espera en la atención primaria catalana.

Una fila de espera en la atención primaria catalana. / Manuel Mitru

Conocer a sus amigas o a sus padres, ver cómo se relaciona en el trabajo, hacer un viaje juntos…Todo aquel que empieza a enamorarse se sabe víctima de una imagen idealizada y en algún momento siente la necesidad de conocer la auténtica cara del otro. Las opciones listadas pueden parecer válidas, pero la única forma de saber si el espécimen del que te has enamorado es un buen partido, si te cuidará el día que enfermes o si hipotecará sus bienes cuando te llegue la ruina, la única forma, digo, de despojarlo de lisonjas y ornamentos y conocer la verdad última de su ser, es hacer a su lado una cola.

Atascos, supermercados, parques de atracciones, Correos… Todas son colas pero cada una dice algo diferente de la personas que somos: el paciente silente y la que practica la paciencia como forma de superioridad moral; el que zigzaguea desesperadamente y la eterna arrepentida; la que cede el paso una vez y luego dice basta y el que se queda el último, atrapado en su altruismo militante. Creíamos que las colas eran una maldición bíblica hasta que llegó la era digital y, cuando por fin pudimos acabar con ellas, inventamos la cola virtual. ¿Por qué decidimos, como especie, seguir sometiéndonos al suplicio que nos había sido impuesto? Porque que, lejos de lo que muchos creen, la auténtica condición humana no se encuentra en las obras de Shakespeare, Arendt o Bergman, no, la condición humana solo se puede contemplar en una cola.

Cuando era pequeño, fuimos en familia a la Expo’92. Mi padre había trabajado en la organización de los eventos del Quinto Centenario, así que le dieron un pase VIP con el que teníamos acceso directo a los pabellones. Treinta años después de aquello no recuerdo ni una sola de las atracciones que visité, pero sí la excitación que sentí por saltarme todas las colas. Durante lustros la misma conversación se repitió en nuestras cenas familiares: ¿os acordáis lo bien que lo pasamos aquellas vacaciones en la que nos saltábamos las colas? La monumentalidad de Sevilla, sacarnos fotos con el simpático Curro, pabellones de países exóticos…Todo sepultado por el placer de adelantar a cientos de cabecitas al sol.

No digo un disparate si afirmo que las colas las debió de inventar un rojo, porque esperar en una te vuelve, aunque no quieras, un poco de izquierdas. Te hace parte de un sistema de personas interdependientes, en el que de forma brutal tomas conciencia del otro al tiempo que tu libertad individual se ve puesta en jaque y tomar decisiones por tu cuenta puede ser fatal. Lo que decía Jorge Manrique de que en la muerte son iguales los que viven por su manos y los ricos es cierto, pero tiene poca gracia, porque ¿de qué le sirve al pobre ser igual que el rico si no puede reírse de él para celebrarlo? Las colas son una forma de muerte en vida, por eso podemos celebrar su poder igualador. Por ello las colas de verdad, esas para las que no hay pase VIP, ni vía exprés, son la auténtica venganza de los parias, son el necesario correctivo de un profesor repelente, una maldición devenida en patrimonio de la humanidad, una atrocidad que debemos a toda costa conservar.