CORONAVIRUS EN CHINA

El confinamiento de Shanghái convierte el comer en una aventura

La capital financiera china, donde reside la mitad de la colonia de españoles en ese país, lleva semanas bajo una estricta cuarentena

Repartidores de distintas compañías preparan sus paquetes en Pekín, el pasado martes.

Repartidores de distintas compañías preparan sus paquetes en Pekín, el pasado martes.

Adrián Foncillas

Yang es una alta ejecutiva de una multinacional de moda, vive en un elitista distrito de

Shanghái

y cada día busca algo que darle a su hija de cuatro años. "Hoy he cambiado 10 huevos por unas pechugas de pollo con un vecino, mañana ya veremos", suspira por teléfono. La fotografía de su nevera revela coles, berenjenas y dos botellas de leche.

En las redes llaman 'Los Juegos del hambre' a la epopeya cotidiana de muchos de los 25 millones de shanghaineses que acumulan semanas encerrados y sin fecha de salida. China suma más de dos años con su política de tolerancia cero y confinamientos masivos, pero nunca había alcanzado el drama actual. Se amontonan las quejas por la gestión errática del gobierno local que ha desatendido a una población desacostumbrada a las escaseces.

Los caminos hacia a la comida son escasos y pedregosos. Los shanghaineses se despertaban al alba durante las primeras semanas para llenar el carro en sus aplicaciones de móvil y preparar el dedo para formalizar el encargo a las seis de la mañana. Los madrugones se revelaron estériles pronto por la saturación, el cierre de muchos negocios y la escasez de mensajeros.

Apenas trabajan unos 11.000, heroicos y ya acostumbrados a pernoctar en sus carritos o tiendas de campaña porque quedarían confinados si pisaran sus casas. Descartada la lucha individual, queda la colectiva. Las 'compras grupales' se popularizaron años atrás para acceder con descuentos a pedidos masivos, una suerte de ventas mayoristas para particulares. Los vecinos de un edificio o complejo inmobiliario se juntan estos días con la esperanza de llamar la atención de algún suministrador.

"Es agotador, no es fácil poner de acuerdo a centenares de personas. Cada minuto llegan mensajes nuevos al teléfono, tienes que estar pendiente todo el día. Muchos, además, se han quedado sin ingresos y los precios se han disparado en las últimas semanas", revela Liu, joven empresaria. Los envíos acostumbran a llegar tarde o no llegan por la falta de existencias. Queda, pues, confiar en los paquetes de subsistencia del gobierno, de frecuencia y contenido imprevisibles. Y en la solidaridad. A Yang la salvó en sus días más tétricos un vecino, doctor y por tanto eximido del confinamiento, que le acercó provisiones de una tienda cercana. Liu comparte edificio con el propietario de un supermercado que prioriza a su comunidad.

La escala de gravedad varía en una ciudad donde reside la mitad de la colonia española en China. Hay distritos bien abastecidos y otros en los que una docena de patatas desatan el júbilo. La inquietud por la falta de comida, revela Yang, es más manejable que la del confinamiento forzoso en hospitales de los hijos contagiados. La indignación social y las quejas de embajadas aconsejaron que las autoridades dejaran de separar a los niños de los padres si solo los primeros daban positivo.

Fracaso estrepitoso

Abunda el hastío y los lamentos por el desabastecimiento. Parece paradójico que Wuhan gestionara con éxito aquel inédito encierro y Shanghái fracase dos años después. La clave es la percepción. Los wuhaneses agradecían cualquier envío de víveres cuando se protegían de un virus terrorífico que desbordaba los hospitales y los shanghaineses no se conforman con unas verduras mientras se preguntan si los dos muertos en varios meses justifican el tormento.

La mayoría de chinos defiende la política de tolerancia cero que ha evitado mortandades y protegido la economía frente al calamitoso ciclo de aperturas y cierres en Occidente. El suplicio de los shanghaineses ha generado escasa solidaridad en un país que los ve como engreídos y chovinistas. A su largo encierro han llegado por sus errores de gestión, señalan muchos, y cuesta desmentirles.

Sus autoridades respondieron con cuarentenas localizadas a cifras de contagios que ya habían justificado cierres estrictos en otras ciudades, innovaron después con un confinamiento por fases (primero la mitad de la población, después la otra) que también fracasó y solo clausuraron Shanghái con la pandemia desatada. En el último y desconcertante giro, anunciaron recientemente la relajación de la cuarentena cuando la ciudad batía por décimo día consecutivo el número de contagios.

Xi’an, con 13 millones de habitantes, decretó el cerrojazo con un centenar de casos y finiquitó el brote en dos semanas. Shanghái se resistió con varios miles y algunos distritos suman más de un mes en cuarentena. Sus penalidades han devuelto el debate de la vigencia de la política de tolerancia cero, estéril por la fidelidad del gobierno, cuando parece más urgente afinarla. “He perdido ya la cuenta de los días que llevo en casa. Dicen que nos soltarán en abril pero son solo rumores. Y si sale un solo positivo en mi urbanización, prorrogan la cuarentena dos semanas más”, señala Yang.