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'Los perros hambrientos': retrato de una sequía

La novela de Ciro Alegría es un relato desgarrador de lo que dos inviernos secos pueden hacer en el temple y la vida del ser humano

Ciro Alegría es uno de los máximos representantes de la narrativa indigenista.

Ciro Alegría es uno de los máximos representantes de la narrativa indigenista. / ARCHIVO

En la sierra norte peruana, a las faldas de la cordillera andina, Simón Robles, su esposa Juana, sus hijos Vicenta, Timoteo y Antuca, viven en la hacienda Páucar, tierra del hacendado Don Cipriano Ramírez, para quien trabajan. A lo largo de la historia, especialmente durante los primeros capítulos, los perros son protagonistas. Ayudan a los campesinos a conducir el rebaño, se aseguran de que ninguna oveja se desvíe, ladran de noche para espantar a los zorros, a los pumas, y sirven de alegre compañía para niños y adultos.

Son parte de la familia. Y mientras las vacas están gordas, cuando lo que se planta crece y la comida abunda, estas mascotas gozan como hijos, reciben comida, mimos, son deseados por todo el mundo. Tanto es así, que cuando los perros de Simón Robles tienen crías, de todas partes viene gente para reclamar su cachorro.

Tal es la fama de los peros de Simón, que los Celedonios, hermanos bandoleros, interceptan a la pequeña Antuca cuando ha sacado a pastear a las ovejas y le roban a Güeso, su querida mascota. “¿Estos perros son de la cría el Simón Robles?”, preguntan. “Sí”, contesta ella. “¡Ah!, es lo que quería”. Impotente, la niña ve cómo Julián Celedón, trepado en su caballo, arrastra a Güeso por el cuello con una soga, y lo agarra a latigazos para que se ponga de pie y mueva sus cuatro patas.

Güeso pasa algunos días extrañando a la pequeña Antuca, añora los mimos que recibía en casa del Simón Robles. También recuerda con nostalgia la libertad; ahora vive atado, siempre con ojos encima, no vaya a ser que se escape. Sorprende la precisión con la que Alegría describe los sentimientos del perro: “Una congoja lacerante le cruzó la vida y sintió deseos de articular su dolor en la nota larga y lúgubre de su aullido”. Y es que no solo los hombres construyen esta historia. Los perros, las plantas, la oscuridad, la tierra, la lluvia y el hambre son piezas imprescindibles del rompecabezas.

Vivir al margen del hombre

El hambre, por ejemplo, le cambia la vida a Güeso. A punta de ser alimentado, se encariñó con los Celedonios, a quienes eligió como dueños. Cuando la comida abunda, las amistades y las cercanías son fértiles. Esto se nota especialmente en la escasez. Los relatos de abundancia de la primera mitad del libro sirven para que, en la segunda mitad, el lector sienta en carne propia el vértigo de la sequía. El mundo cambia cuando, por dos inviernos consecutivos, el viento se lleva a las nubes, que son escuetas, y no cae lluvia sobre las siembras. Al comienzo, las reservas bastan para subsistir. Cuando los sacos de grano y cebada adelgazan, hay que matar ovejas para comer su carne. Los recursos de emergencia no tardan en desaparecer.

En la casa de Simón Robles, los perros, antes bien tratados, son los primeros en pagar. Primero, cuando una de las perritas sale embarazada, el patriarca echa a las crías al río, donde mueren ahogadas. Cuando el hambre empuja a los perros a matar y comerse a una de las ovejas, Simón les niega la entrada a su casa, y los espanta para que nunca más vuelvan. El mismo destino para todos los perros del pueblo, que forman una jauría salvaje y aprender a vivir al margen del hombre, mordisqueando cualquier vestigio de carne y hierba que encuentran entre las piedras de la cordillera.

Las casas se vuelven herméticas. Al comienzo, las familias aceptan la presencia de unos campesinos que han llegado desde otro pueblo, también azotado por la sequía. Cuando caen los primeros muertos de hambre, los forasteros son rechazados. ¡Sálvese quien pueda! La Martina sale a buscar comida a la casa de sus suegros, lejos, y deja solo a su hijo pequeño. “Comel trigo”, le dice. “Si me tardo y se tiacaba, llama onde ña Candelaria y matan la oveja”. La madre se va. En la noche, un anónimo se roba a la oveja. El trigo, que Damián comparte con Mañu, su perro, se acaba rápido (la inocencia del niño, que ignora su propia situación y se preocupa por su mascota tanto como por él mismo, es un rayo de luz en la tormenta). Las escenas son de terror. La naturaleza humana es trastocada hasta su forma más primitiva cuando no hay qué llene la barriga.

La religión, la solidaridad, las costumbres, todo se desmorona bajo un cielo implacablemente azul, sobre la tierra reseca. Los perros hambrientos es un libro necesario. La sequía, que hoy desfila por las páginas del periódico, parece un invento si el grifo obedece al girar de una tuerca. Sin embargo, siempre ha habido, y sigue habiendo, partes del mundo en el que, imagínese, la lluvia es indispensable, no un motivo para sacar el paraguas y rechistar porque se me van a ensuciar los zapatos. 

'Los perros hambrientos'

Ciro Alegría

Cátedra

288 páginas | 11,87 euros

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