LA ENTREVISTA

Ariana Harwicz, escritora: "La maternidad no te pone a salvo ni siquiera de la crueldad"

La autora argentina afincada en Francia publica Perder el juicio, una novela en la que reflexiona sobre la locura y la violencia vicaria

La escritora Ariana Harwicz, autora de 'Perder el juicio', fotografiada en Barcelona

La escritora Ariana Harwicz, autora de 'Perder el juicio', fotografiada en Barcelona / Ferran Nadeu

Anna Maria Iglesia

La literatura de Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) incomoda, nos enfrenta a realidades difíciles de asumir, nos proyecta en espacios hostiles y nos hace partícipes de las vicisitudes de personajes cargados de odio, resentimiento, rabia, frustración. Tras Trilogía de la pasión (Anagrama, 2022), donde reunía sus tres primeras novelas, la escritora argentina afincada en Francia presenta Perder el juicio, una novela en la que, a través de la historia de una madre que secuestra a sus hijos después de que, tras su separación, su exmarido le haya quitado la custodia de los niños, reflexiona sobre la locura y sus estigmas, sobre la justicia y la manipulación del lenguaje, sobre la violencia vicaria y sobre la maternidad y las violencias a ella asociadas.

P. Perder el juicio es una novela que incomoda. 

R. Sí, muy probablemente. No me extraña, porque ha sido un libro incómodo de escribir. Es normal que se traslade esta incomodidad de la vivencia a la escritura y, posteriormente, a la lectura, que no deja de ser una extensión de la escritura. Entre el escribir y el leer hay una relación muy cercana y, a la vez, perturbadora. Y esta perturbación y esta incomodidad tienen su origen en la experiencia vivida, puesto que todas mis novelas son y no son autobiográficas. 

P. ¿En qué sentido lo son?

R. Lo son a nivel de sentimientos, en el odio, en la rabia o en la desesperación que transmiten los personajes, pero no son autobiográficas por lo que se refiere a la peripecia, a la trama. Yo nunca he secuestrado a nadie, pero sí he conocido el mundo judicial de manera directa, lo he vivido y, en parte, lo he sufrido. No es casual que, en el prólogo de Trilogía de la pasión, el volumen publicado por Anagrama en que se reúnen mis tres anteriores novelas, termino aludiendo al juez ante el cual fue denunciada mi novela Mátate, amor. Conocí, por tanto, de primera mano, los tribunales, las jergas de los abogados y de los jueces y decidí traspasar esta vivencia a la novela y, de esta manera, inscribirla también dentro de una larga tradición de novelas de juicio en la que encontramos a autores como Kafka, Dostoievski o, más recientemente, Thomas Berger.  

P. Hablando de jergas, hay un momento en que la abogada le dice a su clienta cómo debe hablar si no quiere que la declaren culpable. ¿El lenguaje como construcción e, incluso, como herramienta de manipulación? 

R. Cierto. Efectivamente, en el comienzo de la novela describo de qué manera la abogada le dice a la protagonista cómo debe hablar y vestirse para ser tomada en serio y no ser tachada de culpable. No me invento nada, es así: todas las mujeres que se han enfrentado a un juicio, sea por la razón que sea, aunque sobre todo si es por temas familiares y, especialmente, si es por un tema de custodia, saben que serán juzgadas no solo por los hechos, sino por cómo hablan y por su imagen: si no van maquilladas o si van demasiado maquilladas, si van demasiado elegantes o si van demasiado informales… todo es analizado y cuestionado. La imagen en el juicio es también importante para los hombres, pero no a este nivel. Hasta que no lo vives, no lo sabes. Es algo que descubres cuando te pasa, cuando te ves metida en un juicio, que es como una especie de teatro en el que tienes que representar un papel. No hay que mostrarse excesivamente masculina, porque te da una apariencia fría, castradora; sin embargo, tampoco debes tener una actitud muy femenina, porque de esta manera proyectas una imagen demasiado sexual y lasciva. Y ambas imágenes, la masculina y la muy femenina, parecen estar reñidas con la maternidad. De ahí los consejos que le da la abogada a mi personaje. Esta especie de calibración de identidades a la que se enfrenta mi personaje es una metáfora de cómo nos están calibrando las identidades hoy: no aparentes ser muy sexual, pero tampoco seas una asexuada; no aparentes ser muy sociable, pues tendrás la imagen de fiestera, pero tampoco seas antisociable, puesto que parecerás una loca. Vivimos en esto, en la constante pregunta sobre cómo debemos ser y cómo debemos mostrarnos.

P. De hecho, la identidad es un tema central: su protagonista es argentina y judía. Usted reflexiona sobre de qué manera su identidad es un condicionante. 

R. Como latinoamericana y como judía, ella es doblemente inmigrante en un país como Francia. Por otro lado, la novela me permite reflexionar sobre la obsesión por el tema identitario, una obsesión que se hace muy visible en las ferias o encuentros literarios. Cuando, sentadas en una mesa, no nos presentan únicamente como escritoras, sino que comienzan: latinoamericana, argentina, judía, mujer, homosexual/trans, militante… Es decir, se recurre a una acumulación aburrida de etiquetas que convierten nuestros curriculum vitae en una suerte de catálogo de identidades, que, además, se mencionan como si fueran méritos. Sin embargo, estas supuestas identidades no son méritos, son más bien trampas que nos ponen.

P. No es la primera vez que usted se muestra crítica con este afán identitario.

R. Cierto. Perder el juicio no es la primera novela en la que apunto contra la política de las hiperidentidades. Y lo hago porque creo que las identidades son trampas mortales para que seamos lo que quieren que seamos o para que seamos lo que no quieren que seamos; es decir, soy feminista pero a la vez transfóbica, y soy judía pero a la vez antisemita. La colisión constante de las identidades es casi inevitable y en esta novela trato de poner en acto precisamente esta colisión. Allí está la figura de la suegra, que cuando ve que la mujer de su hijo es judía se espanta. Y, por tanto, esa idea de la identidad francesa se tambalea con la aparición de la protagonista. Ella es alguien ajeno al clan, un extranjero, un disidente, una judía, una latinoamericana, una inmigrante. Todos los términos son válidos para subrayar esa no pertenencia, esta identidad distinta. Se supone que la corrección política nos dice que esta mujer debería ser aceptada, pero no es así. Lo es solo superficialmente, de cara al exterior, pero debajo del discurso público está otro discurso, el que se impone entre las bambalinas de esa familia francesa, aparentemente de bien, que no hace otra cosa que tomar y tomar. Hay algo de grotesco en esta doble identidad que tiene esta familia en la que, en cuanto llega la protagonista, empiezan a circular fantasías de todo tipo sobre qué es y cómo es una extranjera latinoamericana o qué significa ser judío.

"Las identidades son trampas mortales para que seamos lo que quieren que seamos o lo que no quieren que seamos"

P. Lo paradójico es que esta pregunta se lleve a cabo en un país como Francia.

R. Sí, y no en un país ultracatólico. Todo esto tiene lugar en la laica Francia, un país donde los judíos han tenido mucho peso, sobre todo cultural e intelectual, a lo largo de todo el siglo XX. Y, sin embargo, dentro de la familia, dentro de ese espacio en el que uno se creería más a salvo, es donde la protagonista encuentra al enemigo.  

P. Un enemigo que la ataca cuestionándola como madre hasta el punto de pedir que le quiten a sus hijos.

R. A veces me planteo que es hora de salirme de la red conceptual o del campo semántico de la maternidad pero, la verdad, no puedo, porque la maternidad siempre ha sido una herramienta de violencia. Desde siempre me ha apasionado estudiar los periodos soviéticos, pero también el nazismo y las dictaduras militares y me he dado cuenta de que, independientemente del periodo histórico y del país, la maternidad siempre está en el centro de las disputas económicas: robos de bebés, mujeres violadas a las que se deja embarazadas, abortos forzados, mujeres a las que se les quita el bebé nada más nacer, mujeres obligadas a parir, aunque no quieran… Lo que quiero decir con esto es que la maternidad siempre ha sido un arma de manipulación y de terror. A todo esto, no podemos olvidar otra pieza clave, los hijos.

P. Efectivamente, en su novela, los hijos son otro arma utilizada.

R. No es necesario irnos a las dictaduras del pasado, al estalinismo, al nazismo o a la Argentina de Videla. Fíjese en lo que está pasando en la frontera de Gaza: vemos a mujeres desesperadas porque les han secuestrado a sus hijos. Es decir, los hijos, incluso antes de nacer, son una moneda de cambio: te quito el feto o te lo pongo, te mato al hijo, te lo secuestro o te lo quito… A la protagonista la enloquecen poco a poco, la aterrorizan y le quitan los hijos. Es entonces cuando ella decide recuperar a sus hijos y llevárselos; de esta manera, es ella ahora quien aterroriza a su marido y a la familia de él. En la novela, quería explorar los mecanismos utilizados para volver «locas» a las mujeres, para llevarlas a la locura. Recuerdo una película en la que un hombre iba cambiando las luces de la casa para así alterarle a su mujer el tiempo y convertirle el día en noche y viceversa, a la vez que, con una grabadora, le hacía creer que escuchaba voces. De esta manera, ella iba adentrándose en el terreno de la locura.

P. Se las lleva a la locura para luego acusarlas de estar locas.

R. Efectivamente. Como me dijo en una ocasión un psiquiatra, lo que hace el perverso narcisista es llevarte a la locura y luego acusarte de ello. El hombre perverso le quita los hijos a la mujer y, luego, dice que está alterada, que no es estable, pero ¿cómo no lo va a estar? Pero con este mecanismo tan perverso, el protagonista de esta novela pasa de ser el violento a ser la víctima cuando ella decide llevarse a los hijos. La novela, en el fondo, gira en torno a una extorsión.

P. De esto se trata cuando hablamos de violencia vicaria: chantajear al otro a través de los hijos. 

R. Ahora hablamos mucho de la violencia vicaria, sin embargo, no es nada nuevo, viene de antiguo. Es algo tribal. Tiene que ver con los crímenes de honor, es decir, yo hago esto con los niños en tu contra y por mi honor. Pienso en ese hombre francés que agarró a sus dos hijas y se mató con ellas en el mar, pero solo se pudo recuperar el cuerpo de una de las niñas. O pienso en ese otro que se colgó en Barcelona después de dejar a su hijo muerto en el hotel. 

P. En la novela, también menciona a Susan Smith, una mujer norteamericana condenada por asesinar a sus dos hijos.

R. Porque también existen madres que abandonan a sus hijos e, incluso, que los matan. La novela es una especie de tornado que gira una y otra vez, cada vez más violentamente, alrededor de la noción de terror y de maternidad, de poder y de emancipación, poniendo el foco en la mujer y preguntándose cuándo la protagonista consigue emanciparse de la manipulación y del tutelaje que le imponen, qué implica para ella emanciparse. Hay que tener en cuenta que la maternidad no te exime de la violencia o de la criminalidad. La maternidad no te protege de nada. 

P. El matricidio es una especie de tabú. ¿Tiene la impresión de que asumimos mejor el parricidio que el matricidio?

R. Lo mismo sucede con el incesto. Hay ciertas violencias que podemos digerir, sobre todo si vienen de parte del hombre, pero que son impensables si vienen de parte de la mujer. Incluso cuando estas violencias tienen su origen en problemas psiquiátricos lo que hacemos es declararlas como algo imposible e inimaginable. Sin embargo, lo que digo con esta novela es que la maternidad no te pone a salvo ni siquiera de la crueldad.

'Perder el juicio'

Ariana Harwicz

Anagrama

136 páginas

17,90 euros