Opinión | ISLAS A LA DERIVA
La mente de tortuga
Sobre el ensayo de María Belmonte 'El murmullo del agua' y la fuente mágica de donde manan las ideas
De forma luminosa, con generosidad, la ensayista y antropóloga María Belmonte explica en el prólogo a El murmullo del agua (Acantilado, 2024) cómo brotó el germen de ese preciso libro. Todo comenzó, confiesa, tras la lectura de una reseña en el periódico británico The Guardian sobre la reedición de Delight (Placer) 70 años después de su publicación. Se trata de una obra de J. B. Priestley, un dramaturgo con fama de pitufo gruñón, quien decidió escribir breves estampas acerca de un centenar de placeres de la vida con el propósito de elevar el espíritu de sus compatriotas en 1949, por encima de la grisura y las estrecheces de la posguerra.
Deleites pequeños como tomar un gin-tonic acompañado de un paquete de patatas fritas en un pub de pueblo, pasear por el bosque, la cubierta de un barco al amanecer, el olor del beicon y el café por la mañana, fumar una pipa en una bañera muy caliente o leer una buena novela de detectives mientras afuera caen chuzos de punta. También mencionaba a los hermanos Marx y darse el lujo de no dar palo al agua una tarde.
Pero hete aquí que Priestley encabezaba su listado de goces por las "fuentes", por el cosquilleo de fruición que procuran "sus chorros límpidos y transparentes como diamantes". ¡Eureka! Esa sola palabra y su rumor cristalino atravesaron a Belmonte como un relámpago para concebir un libro, subtitulado Fuentes, jardines y divinidades acuáticas, donde hila con sutileza el ensayo, las notas de viaje y la historia cultural.
Un chispazo, un calambre, una revelación se corporeizaron en el limbo de las ideas para que la autora acudiera en su rescate. El libro, sin embargo, no habría germinado sin un fértil sustrato previo: caminatas por senderos de montaña que esconden un manantial donde refrescarse la cara, los viajes (Roma, Grecia), los cuadros contemplados en tantos museos y las lecturas acumuladas. Fuentes recordadas en un mundo hosco y recalentado.
Este asunto invita a pensar de dónde vienen las ideas, de qué fuente manan las soluciones creativas en el campo de la ciencia, la arquitectura, los negocios, la medicina o la escritura. Cuándo y cómo se reconoce el clic. Adolfo Bioy Casares, parafraseando a Henri Bergson, definía la inteligencia como "el arte de encontrar un agujerito por donde salir de la situación que nos tiene atrapados", pero luego, cuando le preguntaban cómo se le había ocurrido tal o cual cuento, no estaba seguro de poder recorrer punto por punto el itinerario mental que le había llevado hasta allí. Hablaba de la actitud del narrador, de una mente siempre despierta. Una especie de antena.
Henry Miller aseguraba que la mayor parte de la creación literaria se cuece mientras uno pasea, prepara unos macarrones, charla con un amigo o juega (ahí pretendíamos llegar). La recámara del subconsciente siempre está en ebullición. En su libro Creatividad (GG, 2023), el actor británico John Cleese, el más alto de los Monty Python y guionista de la estupenda película Un pez llamado Wanda, habla de dos cerebros o de dos tipos de pensamiento: la liebre y la tortuga.
El primero es muy rápido, lógico y analítico, severo como un juez, acostumbrado a saltar de los pros a los contras y a construir argumentos para resolver problemas. La mente de tortuga es más lenta. Ni tiene prisa ni le gusta que la avíen con un palo. Parece que esté contemplando las musarañas y no le angustia dejar colgada una decisión. Es sosegada y juguetona (voilà). Los niños, cuando juegan, no están pendientes de si cometen o no errores, sino que experimentan con las posibilidades. Ese tipo de inteligencia está asociado a lo que llamamos creatividad. O sabiduría. Para que la liebre salte bien, de vez en cuando la tortuga tiene que volver a chapotear en los charcos de la infancia; así regresa la magia de las fuentes.
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