Opinión | FE DE ERRORES

¿Cómo se llama la lengua que hablamos?

Uno de los argumentos esgrimidos en contra del uso del término ‘español’ –o ‘castellano’– es la imposición brutal en América, pero no fue así 

Marcha de indígenas sudamericanos en Brasilia (Brasil)

Marcha de indígenas sudamericanos en Brasilia (Brasil) / Adriano Machado

La inmensa mayoría de los quinientos millones de hispanohablantes no tienen ninguna duda a la hora de denominar la lengua que les pertenece. Incluso cuentan para ello con pautas constitucionales. En las cartas magnas hispánicas aparece indistintamente la denominación de castellano (en siete constituciones) y español (en otras siete). Y se da también el caso de que en cinco no se declare la oficialidad de ningún idioma, como ocurre en la Constitución de los Estados Unidos aprobada en 1787.

En este apartado legislativo, una de las aportaciones más destacables de la Constitución española de 1978 es el reconocimiento del carácter plurilingüístico de nuestro país. Al final, hilando muy fino, los constituyentes propusieron que “el castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho de usarla”. Pero afirmaron a la vez que “las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos”.

Precisamente, la cuestión terminológica había sido objeto de una enmienda presentada por Camilo José Cela. El escritor propuso esta redacción: “El castellano o español es la lengua oficial del Estado y común de los españoles, quienes tienen el deber de conocerla y el derecho de usarla”. Y, englobando el apartado segundo y tercero del mismo artículo, Cela ofrecía este texto: “las demás lenguas de España, patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección, son también oficiales en las respectivas comunidades autónomas”.

Su justificación se basaba en que castellano y español eran adjetivos totalmente sinonímicos. Mas en su lectura de la Constitución de 1978 el Senado no aceptará esta enmienda y mantendrá la formulación “el castellano es la lengua española oficial del Estado”. Es fácil concluir que los constituyentes decidieron así con el propósito de que no pudieran dejar de ser consideras españolas lenguas como el catalán, el eusquera o el gallego.

Sin embargo, si bien en sus orígenes la lengua fue castellana, la Historia acabó por hacerla también razonablemente española. Cierto que se puede discutir la existencia de una sinonimia perfecta, pues de hecho entre dos sinónimos siempre existirán matices semánticos distintivos. Así por ejemplo entre caballo y corcel. Pero es indudable que la referencia de ambos términos a la realidad del cuadrúpedo en cuestión es la misma. Otro tanto sucede con castellano y español.

En el noveno congreso internacional de la lengua española (X CILE) que se celebró en Cádiz el pasado mes de marzo el escritor argentino Martín Caparrós propuso con vehemencia que “quizá llegó la hora de buscarle un nombre a esa lengua que se impuso a sangre y fuego, que no se atribuya a ninguna nación o reino”. Y lanzó como término alternativo un neologismo de su cosecha: ñamericano.

Reconocimiento de las lenguas amerindias

Aparte de la originalidad de esta ocurrencia, es de destacar uno de los argumentos esgrimidos en contra de que a nuestra lengua se le llame español (o castellano). Me refiero a su imposición brutal en América. Pero no fue así. Muy al contrario, Carlos V promueve desde 1522 el estudio y reconocimiento oficial de las lenguas amerindias; en 1573 Felipe II promulgó una disposición para sus nuevos súbditos en la que se afirma que “no parece conveniente apremiarlos a que dejen su lengua natural, más bien se pondrán maestros para los que voluntariamente quisieren aprender la castellana”, y en 1583 dispuso la creación de cátedras universitarias en Lima y México de “lenguas generales” como el quéchua, el náhuatl y el muisca.

Quien hizo a nuestra lengua un idioma global no fue la Colonia, sino la independencia de las Repúblicas

Los lingüistas acreditan que a principios del siglo XIX solo hablaban español menos de un 20% de los nativos hispanoamericanos, de modo que está cumplidamente demostrado que quien hizo a nuestra lengua un idioma global no fue la Colonia, sino la independencia de las Repúblicas.

Esa es la argumentación que muy convincentemente el historiador mexicano Juan Miguel Zunzunegui expone en un video muy visitado, en donde aduce que cuando la independencia de su país en 1821, de sus seis millones de habitantes el 70% eran nativos y hablaban sus lenguas propias. Y concluye que estas fueron decayendo, algunas incluso hasta desaparecer, no por obra de la política virreinal sino por la acción del Estado mexicano, hasta el extremo de que solo un 7% de sus ciudadanos hoy las hablan. La máxima responsabilidad en el proceso la atribuye Zunzunegui a un presidente indígena, Benito Juárez, frente al bulo de la imposición “a sangre y a fuego”.

En el acto de inauguración en 2022 del centenario luctuoso de Elio Antonio de Nebrija tuve la oportunidad de añadir otro dato que viene al caso. El hecho es que desde los primeros años del siglo XVI misioneros humanistas comenzaron a elaborar gramáticas de las lenguas nativas. Andrés de Olmos escribe en 1547 la primera de la lengua náhualt, en la que afirma: “no seré reprensible si en todo no siguiere el Arte de Antonio”. Y aparecen enseguida gramáticas semejantes del tarasco o purépecha, del otomí o hñahñú, de la lengua mixteca, de la zapoteca y de la maya yucateca, de la lengua pocomchí, de la chibcha, del quiché, cachiquel y zutuil, del tzedal, del vilela, del achagua, de las lenguas tarasca, guaraní, lule y toconate, del aimara, del tonocoté, del mapuche, mapundungun o araucano…

Habrá también artes de la lengua huasteca, de la lengua de los Tarahumaras y Guazapares, de la lengua tegüima, de la cahita, de la tepeguana y de la caribe, del idioma wayuu o guajiro, hablado por los costeños colombianos y venezolanos. Y para Filipinas, en 1742 fray Melchor Oyanguren imprime Tagalismo elucidado y reducido (en lo posible) a la latinidad de Nebrija, porque lo que el maestro Antonio había hecho había sido aplicar al romance castellano el molde de la gramática latina de la que fue estudioso y gran difusor. Su herencia llevó la impronta de la latinidad al otro lado de los océanos, contribuyendo así a la regularización y conservación hasta hoy de idiomas ágrafos, que no disponían en ningún caso de escritura fonética.