REPORTAJE

Basta de palabras

Varios ensayos publicados este año repasan la temática del suicidio y las adicciones, especialmente en el mundo del arte

Sylvia Plath, con sus hijos Frieda y Nicholas, en agosto de 1962, seis meses antes de suicidarse

Sylvia Plath, con sus hijos Frieda y Nicholas, en agosto de 1962, seis meses antes de suicidarse / EPE

Mariana Sández

Desde el Covid-19, hemos comprobado cuánto se ha multiplicado la conversación alrededor de la salud mental con sus derivados: depresión, autolesiones, aislamiento, conductas fóbicas y el consecuente incremento de consultas médicas o psicológicas. Si a ese panorama añadimos la alarma por la catástrofe climática y por la dependencia cibernética a la que somos arrastrados desde las redes sociales, no es extraña la sensación colectiva de que la humanidad parece, como nunca, débilmente aferrada a un mundo aun más enfermo que ella.

Resulta lógico, ante ese estado de cosas, que haya surgido este último tiempo una copiosa bibliografía dispuesta a tratar de analizar esos problemas. La razón de este reportaje surge precisamente de haber notado la aparición simultánea de varios libros dedicados al tema del suicidio, en particular dentro del universo de los artistas. Si bien es real que han caído en el clima receptivo de la pospandemia (y que en parte han sido producidos durante el confinamiento), sería reductivo adjudicar solo al momentum crítico el interés de estos autores sobre una cuestión filosófica tan antigua y compleja. La prueba está en que todos ellos habían trabajado la cuestión con anterioridad.

Lo absurdo y el suicidio

Es el título que da Albert Camus al primer capítulo en El mito de Sísifo, donde plantea: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, sentencia a la que vuelven todos aquellos que reflexionan sobre el asunto para retomar la histórica discusión sobre si es condenable o no lo que cada quien decide acerca de su vida.

Apuntes sobre el suicidio (Alpha Decay, 2022), del filósofo británico Simon Critchley, tuvo una primera edición en 2016 y a esta reedición se añadió, además de un prólogo actualizado, un texto sobre el suicidio según el filósofo escocés David Hume (1711-1776). Critchley se propuso tratar de entender los motivos por los que el suicidio es en general apreciado como un fracaso moral y por qué el lenguaje que tenemos para abordarlo suele mostrarse limitado o valerse de argumentos empobrecidos.

En Notas de suicidio (La Uña Rota, 2022), el escritor y dramaturgo catalán Marc Caellas comenta que su libro tomó forma a partir de una obra escénica previa, Suicide Notes, estrenada en enero de 2020. En consonancia con el británico se interroga cómo es posible que “de ser pensado como un acto libre en la Antigüedad, pasó a ser un pecado con el cristianismo, luego se convirtió en un crimen y ahora en una enfermedad”. ¿De dónde parten esos juicios populares? Y resalta que, si bien Critchley señala una falta de lenguaje para exponer la cuestión, las notas dejadas por los suicidas son una poderosa herramienta de comunicación. Critchley advierte que, según nuevas estadísticas, resulta preocupante la influencia de las redes sociales como canal hacia la depresión, sobre todo en los más jóvenes.

El arte como alivio

Toni MontesinosLa letra herida: autores suicidas, toxicómanos y dementesMelancolía y suicidios literarios. De Aristóteles a Alejandra Pizarnik Los escritores suicidasPere RojoWerther

A comienzos de 2022 llegó El peligro de estar cuerda (Seix Barral), de Rosa Montero, un ensayo con líneas de ficción que se interna en el interrogante sobre cuánta cercanía hay entre creatividad y desequilibrio mental (incluyendo en eso locura, adicciones y suicidio). El libro parte de una pregunta que ya se había hecho en La loca de la casa (2003) y que todos los escritores agitan sin encontrar una respuesta definitiva: ¿por qué escribimos, qué nos hace más permeables a experimentar con la imaginación? O en palabras de Fernando Pessoa: ¿por qué algunos somos rehenes de “el Arte que alivia la vida sin aliviar el vivir”?

Con el afán de entender cierto tipo de sensibilidad que se siente más interpelada por la angustia de la existencia, surgen estos libros como un intento de exploración contemporánea. “Lo que el lector encontrará en el siguiente ensayo son impresiones basadas en la observación y la lectura. Nada más”, anticipa Critchley. Condición que comparten los otros textos: ninguno de ellos procede de un estudio científico duro, más allá de consultas puntuales a informes sanitarios, psiquiátricos o neurocientíficos.

El mejor antídoto

“Este libro no es una nota de suicidio”, avisa Simon Critchley en Apuntes sobre el suicidio, ni una apología del mismo, explicarán él y los demás autores citados. Enseguida aclara que tampoco tiene intención de matarse una vez concluida la escritura, como hicieron el escritor francés Edouard Levé días después de entregar el manuscrito de Suicidio al editor, en 2007, o Jean Améry dos años después de publicar, en 1976, Levantar la mano sobre uno mismo. Discurso sobre la muerte voluntaria.

Marc Caellas añade a eso, en Notas de suicidio: “Escribí la mayor parte de mis libros y obras de teatro para quitarme de encima ciertas obsesiones”. Así, esta investigación ha resultado ser “el mejor antídoto o gel retardante para mi posible suicidio”. Porque ese es uno de los sentidos de la literatura: escribimos para encarnarnos en múltiples vivencias físicamente imposibles, para probar desde el arte lo que no somos ni hemos de ser.

La misma inquietud hace formular esta maravillosa idea a Rosa Montero en El peligro de estar cuerda: “La ficción es un viaje al otro y es el trayecto más fascinante que se puede hacer”. Montero apunta que, según la OMS, cerca de 800.000 personas se suicidan cada año y una de cuatro personas padecerá en algún momento un trastorno mental. “Son cifras impactantes, pero aún peores las que se refieren al estado psíquico de los artistas, y en especial de los escritores, que al parecer nos llevamos la palma de las chifladuras”. Más adelante agrega que según ciertos investigadores: “entre el 40 y el 50% de los literatos y artistas creativos sufren algunos trastornos de ánimo”.

En el prólogo de La Letra herida, Toni Montesinos confiesa que la literatura le sirvió para sobrevivir a un padre nefasto que lo dejó hostilmente marcado para siempre. Confirma con Bukowski que “Un buen libro puede hacer llevadera una existencia insoportable”. Montesinos pasa revista a los contextos personales que condujeron a ciertos escritores a dar el paso y el modo en que se refleja en sus obras. Algunos optaron por el suicidio directo: Pavese, Hemingway, Woolf, Mishima, Kawabata, Salgari, Lugones, Plath, Sexton, Pizarnik, Kennedy Toole, Primo Levi, Zweig, Benjamin, London, Foster Wallace, entre otros tantos; muchos de ellos son nombrados por Critchley y Caellas. Montesinos, como Montero, incluye además a los que se mataron tras años de autolesionarse, intoxicarse con alcohol (el veneno preferido de los escritores) o con drogas: Poe, Cheever, Carver, Dorothy Parker, Scott Fitzgerald, Darío, Pessoa, y un melancólico etcétera.

Bien lo sintetiza Pere Rojo en la introducción a Los escritores suicidas: "Los hombres crean porque se saben incompletos, inventan para llenar esa carencia. Los más radicales, los que se atreven a meter el pie en la hoguera y removerlo, tienen un riesgo mayor."

Querido mundo: me marcho

Tanto Apuntes sobre el suicidio como La Letra herida y particularmente Notas de suicidio se detienen en los textos de despedida que en sí –observan los autores– componen un género literario. Al pensar en terminar con su vida, William Styron –que desciende al infierno de su locura en Esa visible oscuridad– reconoció que la redacción de la última carta era la tarea literaria más difícil de cuantas había abordado.

Critchley ofrece un dato curioso: “Lo peculiar de las notas de suicidio dieciochescas es que la gente que tenía la intención de quitarse la vida acostumbraba a enviarlas a los periódicos.” Y observa que las notas de suicidio son un intento final de contacto aunque “el escritor está comunicando el fracaso de comunicarse.” Según Montesinos muchas de esas declaraciones aparecen recopiladas en El libro de los finales, de Albert Angelo.

Las palabras de adiós permiten elaborar una suerte de tipología de suicidios: por venganza, por cuestiones económicas, por enfermedad o depresión, por desilusión amorosa, como manifiesto o defensa política, como ataque colectivo (los tiroteos o los atentados). Se mencionan parejas suicidas, que lo acometieron como un pacto. Hubo ocasiones –apunta Caellas– en las que la carta la redactó el hombre de la pareja (Zweig y Von Kleist) en representación de los dos, lo que nos ha privado de conocer la versión de sus mujeres.

Entre los casos motivados por dolencias físicas, vejez o enfermedad, Caellas incluye los suicidios asistidos, posibles hoy en un país como Suiza. El dato curioso o grotesco (no figura en el libro) es que la empresa clínica que provee ese servicio a los habitantes locales se llama Exit. Posterior a la salida de estos libros, de hecho, fue noticia el caso del cineasta Jean-Luc Godard, quien recurrió a esta solución.

En el rango de suicidios por venganza, el dramaturgo catalán incluye el síndrome Medea, hoy muy extendido como forma de matar a los hijos para vengarse de ex parejas. Y subraya las decisiones opuestas de las dos mujeres del poeta Ted Hughes: Sylvia Plath defendió a sus hijos de su propio suicidio, mientras que Assia Wevill se llevó a su hija con ella. Rosa Montero le dedica a esta historia una significativa cantidad de páginas.

Hay notas que ensalzan la culpa, la vergüenza, un pedido de disculpas, pero las hay también instructivas, técnicas, despectivas, en fin, que las hay de amor y de odio. Aunque no faltan algunas de tono liviano o cínico, como la del cineasta Jean Eustache: “Llame fuerte, como para despertar a un muerto”, la de George Sanders: “Querido Mundo: me marcho porque estoy aburrido. Te dejo con tus preocupaciones en este dulce pozo negro”, o la de Jerzy Kosinski: “Me fui a dormir un rato más largo del habitual. Llamad eternidad a ese rato”. Aparte del siempre citado Pavese: “Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más.”