Opinión

Telefónica: un cuento de Navidad

La decisión del Gobierno de España de adquirir un 10% de las acciones en Telefónica me ha llevado a una especie de viaje en el tiempo al siglo pasado

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Arabia Saudí mantiene su plan en Telefónica y llegará al 9,9% para casi igualar al Estado español

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El presidente de Telefónica, José María Álvarez-Pallete, posa junto al nuevo logo.

El presidente de Telefónica, José María Álvarez-Pallete, posa junto al nuevo logo. / Archivo

Desde su nacimiento como monopolio en 1924, pasando por su nacionalización en 1945, y hasta su privatización total en 1996, la empresa de telecomunicaciones fue un ministerio más del gobierno de turno. Con un presidente de la compañía nombrado en Moncloa (o en El Pardo) y un consejo de administración con buen acomodo para figuras relevantes de la política española. Al mismo, tiempo en esos años en los equipos directivos de Telefónica valían más por sus apellidos que por el mérito y la capacidad. Todo cambió cuando en los años noventa, dos gobiernos de diferente color pero con una misma motivación, acometieron la privatización de la empresa. Primero Felipe González y luego José Maria Aznar, entendieron que la mejor gestión de las empresas es cuando está en manos privadas y vendieron sus acciones, logrando de paso importantes ingresos para las entonces necesitadas arcas públicas.

Como en Qué bello es vivir, la película por excelencia de la Navidad, sería muy duro comprobar ahora las consecuencias de haber tomado otra decisión en los años noventa, es decir seguir con el control público de la compañía. Y es que si Telefonica no hubiese sido privatizada, hoy lisa y llanamente no existiría. Sería, seguramente, una franquicia de un grupo francés o estaría controlada por un fondo de inversión que a su vez la habría comprado a otro. El cuartel general en París o Londres y el primer ejecutivo un curtido italiano en aplicar recortes y despidos. Su tamaño sería escuálido para adaptarse a los requerimientos del mercado y por tanto su aportación a la economía española se reduciría a una línea de su informe de sostenibilidad.

El Estado español gestionando esa empresa jamás hubiera podido asumir las exigencias de la libre competencia, ni las innovaciones y mucho menos las sofisticadas demandas de los clientes. Estoy seguro que tras financiar año tras año pérdidas de la operación hubiera acabado malvendiendo la empresa. La otra posibilidad sería que presionado por unos funcionarios europeos aplicando estrictamente leyes de libre competencia, la empresa española se hubiera fusionado con una más grande del propio continente.

Al igual que en la película de Frank Capra, el encanto desaparece y vemos la realidad. Telefónica es hoy una compañía bien gestionada, con un equipo directivo de alto rendimiento, oferta sofisticada y alta capacidad de inversión. Pero a diferencia del cuento de Navidad, los protagonistas no son como James Stewart capaces de ver las bondades del momento. Muy al contrario el gobierno ha hecho caso omiso de este flashback que les estoy contando y ha anunciado un desembolso de 2.000 millones para volver a los años ochenta y mandar con plenos poderes en Telefónica. Seguro que en la cabeza de más de uno están ya los nombres de un nuevo presidente no ejecutivo, de los consejeros que desembarcaran en la telco española o de las entrevistas a conceder en los canales de televisión de la empresa.

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Nada nuevo bajo el sol. En el pasado las cajas de ahorro y las energéticas hicieron sufrir a sus clientes y a la economía española por mezclar la propiedad pública con la gestión privada. También administraciones públicas manirrotas llevaron a la quiebra a las finanzas patrias hace muy poco. Aeropuertos sin uso, autopistas a medio terminar o hospitales con infinitas listas de espera son las cicatrices que nos recuerdan que las alegrías de gastar lo que no se tiene, siempre se acaban pagando con creces.  

Me temo que solo nos queda la esperanza de que esto termine de la misma manera que el filme, con un milagro en la Nochebuena que les haga ver lo bueno de no volver al pasado. Un milagro o un comisionado europeo que ponga el grito en el cielo. Casi lo mismo.