Por Eduardo Bravo

El ensayo 'Los circos de nuestra infancia' ahonda en la edad de oro de los espectáculos trashumantes en España, al tiempo que reivindica la importancia cultural del espectáculo circense y sus profesionales.

Una tarde, después de asistir a la función del circo Ruso en Lisboa, María de las Mercedes le pidió a Ángel Cristo presenciar uno de sus ensayos. El domador aceptó y, cuando la esposa de Juan de Borbón vio cómo le daba de comer a una cachorra de león, le preguntó si podría hacer ella lo mismo. «Le expliqué que sobre todo no le diera la espalda a los animales y que estuviera tranquila porque en seguida notan el miedo», recordaba el artista. La aristócrata entró en la jaula, comenzó a darle de comer al animal y, al querer compartir su alegría con unos amigos que la acompañaban, se giró y dio la espalda a la fiera. «Fue ahí cuando el animal se lanzó sobre ella y la tiró al suelo. Afortunadamente, solo se hizo un rasguño, pero yo estuve preocupado durante tantos días que el mismísimo don Juan tuvo que venir a verme para tranquilizarme». La anécdota, que demuestra que la problemática relación entre Ángel Cristo y los Borbones viene ya de lejos, se recoge en Los circos de nuestra infancia (Diábolo, 2023), un ensayo firmado por Juan José Montijano Ruiz en el que se repasan algunas de las compañías más destacadas que recorrieron el territorio español entre los años 1950 y 1990.

Una tarde, después de asistir a la función del circo Ruso en Lisboa, María de las Mercedes le pidió a Ángel Cristo presenciar uno de sus ensayos. El domador aceptó y, cuando la esposa de Juan de Borbón vio cómo le daba de comer a una cachorra de león, le preguntó si podría hacer ella lo mismo. «Le expliqué que sobre todo no le diera la espalda a los animales y que estuviera tranquila porque en seguida notan el miedo», recordaba el artista. La aristócrata entró en la jaula, comenzó a darle de comer al animal y, al querer compartir su alegría con unos amigos que la acompañaban, se giró y dio la espalda a la fiera. «Fue ahí cuando el animal se lanzó sobre ella y la tiró al suelo. Afortunadamente, solo se hizo un rasguño, pero yo estuve preocupado durante tantos días que el mismísimo don Juan tuvo que venir a verme para tranquilizarme». La anécdota, que demuestra que la problemática relación entre Ángel Cristo y los Borbones viene ya de lejos, se recoge en Los circos de nuestra infancia (Diábolo, 2023), un ensayo firmado por Juan José Montijano Ruiz en el que se repasan algunas de las compañías más destacadas que recorrieron el territorio español entre los años 1950 y 1990.

«Ese periodo es, en mi opinión, la edad de oro del circo español. En una época en la que no había televisión, que no llegó a nuestro país hasta finales de los años 50, la cultura trashumante, ya fueran circos, teatros de variedades arrevistadas o los cines ambulantes, llegaba a donde no accedían otro tipo de propuestas culturales», recuerda Juan José Montijano, que comienza su trabajo repasando la trayectoria de Gaby, Fofó y Miliki, miembros de una prestigiosa saga de artistas circenses que triunfaron por toda Latinoamérica antes hacerlo en España con El gran circo de TVE.

«En las décadas de los años 60, 70 y 80, la televisión no se entendía como se entiende hoy en día. En esa época era un vehículo transmisor de cultura y, en un primer momento, incluso fue una aliada del circo. Entre otros programas, se emitían espectáculos grabados en el Circo Price, en el de Ángel Cristo y Bárbara Rey, en el Circo Mundial y los espacios infantiles incluían malabaristas, magos y equilibristas. De esta forma, gracias a la televisión, el circo llegaba a aquellos rincones de España a los que el circo de verdad no había podido llegar», recuerda Montijano, que llama la atención sobre cómo, paradójicamente, fue también la televisión la que se convertiría en el peor enemigo del circo.

«Hubo empresarios que utilizaron los personajes de series de televisión, de dibujos animados o de programas infantiles como vehículo publicitario para captar la atención del público y llenar sus taquillas. Ejemplo de ello eran Sandokán, Orzowei, María Jesús y su acordeón, grupos infantiles como Enrique y Ana, Regaliz o Parchís y personajes como Kiko Ledgard, Mayra Gómez Kemp o Torrebruno, que eran contratados por funciones muy limitadas en las cuales arrasaban. El problema vino cuando otros empresarios empezaron a disfrazar a personas de Espinete, de Don Pimpón, de Dartacán, de Willy Fog o de David el Gnomo, pero de una forma muy chabacana y con disfraces muy mal hechos. Después de ver esos llamativos carteles llenos de colores en los que aparecían sus personajes favoritos, cuando veían a un señor con un disfraz paupérrimo, tanto los niños como los padres se sentían engañados. Al final, todo eso acabó mermando la taquilla y haciendo mucho daño al circo».

«Ese periodo es, en mi opinión, la edad de oro del circo español. En una época en la que no había televisión, que no llegó a nuestro país hasta finales de los años 50, la cultura trashumante, ya fueran circos, teatros de variedades arrevistadas o los cines ambulantes, llegaba a donde no accedían otro tipo de propuestas culturales», recuerda Juan José Montijano, que comienza su trabajo repasando la trayectoria de Gaby, Fofó y Miliki, miembros de una prestigiosa saga de artistas circenses que triunfaron por toda Latinoamérica antes hacerlo en España con El gran circo de TVE.

«En las décadas de los años 60, 70 y 80, la televisión no se entendía como se entiende hoy en día. En esa época era un vehículo transmisor de cultura y, en un primer momento, incluso fue una aliada del circo. Entre otros programas, se emitían espectáculos grabados en el Circo Price, en el de Ángel Cristo y Bárbara Rey, en el Circo Mundial y los espacios infantiles incluían malabaristas, magos y equilibristas. De esta forma, gracias a la televisión, el circo llegaba a aquellos rincones de España a los que el circo de verdad no había podido llegar», recuerda Montijano, que llama la atención sobre cómo, paradójicamente, fue también la televisión la que se convertiría en el peor enemigo del circo.

«Hubo empresarios que utilizaron los personajes de series de televisión, de dibujos animados o de programas infantiles como vehículo publicitario para captar la atención del público y llenar sus taquillas. Ejemplo de ello eran Sandokán, Orzowei, María Jesús y su acordeón, grupos infantiles como Enrique y Ana, Regaliz o Parchís y personajes como Kiko Ledgard, Mayra Gómez Kemp o Torrebruno, que eran contratados por funciones muy limitadas en las cuales arrasaban. El problema vino cuando otros empresarios empezaron a disfrazar a personas de Espinete, de Don Pimpón, de Dartacán, de Willy Fog o de David el Gnomo, pero de una forma muy chabacana y con disfraces muy mal hechos. Después de ver esos llamativos carteles llenos de colores en los que aparecían sus personajes favoritos, cuando veían a un señor con un disfraz paupérrimo, tanto los niños como los padres se sentían engañados. Al final, todo eso acabó mermando la taquilla y haciendo mucho daño al circo».

El circo Atlas de los Hermanos Tonetti, el Circo Price ambulante, el de Ángel Cristo, El supercirco de los niños, El circo de Inglaterra, Circolandia, Wonderland Circus, El circo continental, El circo Quirós… Muchas de las compañías que aparecen en el libro de Juan José Montijano Ruiz ya no existen. Los nuevos hábitos de ocio, el cambio de criterio ante el trato y maltrato de animales y la modernización del país, provocaron que echasen el cierre.

«Siempre se ha hablado de la crisis del circo, del mismo modo que se habla de la crisis del teatro. En el caso del primero, esas dificultades se acentuaron cuando, en los años 70, la cotización a la Seguridad Social se hizo obligatoria. Eso, evidentemente, aumentó los costes de manutención de los actores y los animales y el circo resultó menos rentable», recuerda Montijano Ruiz, que incluye en su ensayo dos propuestas circenses que se alejaban de ese objetivo de rentabilidad por encima de todas las cosas y optaban por un posicionamiento más ético: el circo de Teresa Rabal y El circo de los muchachos.

«Teresa Rabal y Eduardo Rodrigo tenían muy claro el tipo de espectáculo que querían hacer. Un circo de carácter educativo, que aunase a las familias y que fomentase valores en el niño. Por eso crearon un circo de animales de peluche que, en el fondo, era como una revista musical que se apoyaba en Teresa Rabal, la estrella del espectáculo, y en sus canciones, cuyas letras eran enormemente didácticas. Además de esta actitud de cara a los espectadores, tanto Teresa como Eduardo lucharon junto con el Ministerio de Cultura para que los circos tuvieran escuela y los hijos de los artistas pudieran estudiar cuando estaban de gira».

El 16 de diciembre de 1986, un profesor seleccionado y sufragado por el Ministerio de Educación comenzó a dar clase a quince niños del circo de Teresa Rabal. Esta escuela, que funcionaba como las rurales, en las que alumnos de varias edades comparten un mismo aula, estaba homologada por el ministerio y tenía categoría de colegio nacional. «El problema fue que, en ese mismo momento, comenzó la picaresca. Muchos empresarios no veían bien esas escuelas porque algunos de los artistas extranjeros que contrataban en sus circos no estaban dados de alta y cobraban en negro, por lo que evitaron ponerlas en marcha», revela Montijano Ruiz que, junto con la de Teresa Rabal, destaca la labor social realizada por el Circo de los muchachos.

«El Circo de los muchachos fue una anomalía en la España de Franco. Un auténtico revulsivo para el mundo circense del momento y una solución para esos niños que veían cómo la sociedad les cerraba las puertas a la hora de encontrar una salida laboral. El padre Silva, su fundador, acogió a esos chicos y luchó denodadamente para poder sacarlos adelante a través de un proyecto que, en plena dictadura, era autártico, tenía su propio dinero, sus propias fábricas, su escuela y que funcionaba como un pequeño país que tomaba sus decisiones de manera asamblearia. Fue algo inédito en el mundo, obtuvieron mucho éxito en todos los países que visitaron y en alguno de ellos incluso se tuvieron que enfrentar a terribles dictaduras. En Chile la policía militar de Pinochet los vigilaba durante el espectáculo y en Argentina, Videla los encerró tres días en la residencia en la que se alojaban, les destruyó el circo y los amenazó de muerte creyéndolos terroristas comunistas o espías soviéticos», reclata Montijano Ruiz, que con su trabajo busca reivindicar la labor de padre Silva y de otros artistas del circo.

«Siempre se ha hablado de la crisis del circo, del mismo modo que se habla de la crisis del teatro. En el caso del primero, esas dificultades se acentuaron cuando, en los años 70, la cotización a la Seguridad Social se hizo obligatoria. Eso, evidentemente, aumentó los costes de manutención de los actores y los animales y el circo resultó menos rentable», recuerda Montijano Ruiz, que incluye en su ensayo dos propuestas circenses que se alejaban de ese objetivo de rentabilidad por encima de todas las cosas y optaban por un posicionamiento más ético: el circo de Teresa Rabal y El circo de los muchachos.

«Teresa Rabal y Eduardo Rodrigo tenían muy claro el tipo de espectáculo que querían hacer. Un circo de carácter educativo, que aunase a las familias y que fomentase valores en el niño. Por eso crearon un circo de animales de peluche que, en el fondo, era como una revista musical que se apoyaba en Teresa Rabal, la estrella del espectáculo, y en sus canciones, cuyas letras eran enormemente didácticas. Además de esta actitud de cara a los espectadores, tanto Teresa como Eduardo lucharon junto con el Ministerio de Cultura para que los circos tuvieran escuela y los hijos de los artistas pudieran estudiar cuando estaban de gira».

El 16 de diciembre de 1986, un profesor seleccionado y sufragado por el Ministerio de Educación comenzó a dar clase a quince niños del circo de Teresa Rabal. Esta escuela, que funcionaba como las rurales, en las que alumnos de varias edades comparten un mismo aula, estaba homologada por el ministerio y tenía categoría de colegio nacional. «El problema fue que, en ese mismo momento, comenzó la picaresca. Muchos empresarios no veían bien esas escuelas porque algunos de los artistas extranjeros que contrataban en sus circos no estaban dados de alta y cobraban en negro, por lo que evitaron ponerlas en marcha», revela Montijano Ruiz que, junto con la de Teresa Rabal, destaca la labor social realizada por el Circo de los muchachos.

«El Circo de los muchachos fue una anomalía en la España de Franco. Un auténtico revulsivo para el mundo circense del momento y una solución para esos niños que veían cómo la sociedad les cerraba las puertas a la hora de encontrar una salida laboral. El padre Silva, su fundador, acogió a esos chicos y luchó denodadamente para poder sacarlos adelante a través de un proyecto que, en plena dictadura, era autártico, tenía su propio dinero, sus propias fábricas, su escuela y que funcionaba como un pequeño país que tomaba sus decisiones de manera asamblearia. Fue algo inédito en el mundo, obtuvieron mucho éxito en todos los países que visitaron y en alguno de ellos incluso se tuvieron que enfrentar a terribles dictaduras. En Chile la policía militar de Pinochet los vigilaba durante el espectáculo y en Argentina, Videla los encerró tres días en la residencia en la que se alojaban, les destruyó el circo y los amenazó de muerte creyéndolos terroristas comunistas o espías soviéticos», reclata Montijano Ruiz, que con su trabajo busca reivindicar la labor de padre Silva y de otros artistas del circo.

«Los artistas de circo nunca han estado suficientemente valorados en nuestro país como, por otra parte, tampoco lo han estado los artistas de ninguna de las ramas del espectáculo. Sin embargo, en el caso de los artistas de circo es aún peor porque, al no aparecer en televisión, cine o teatro y no ser grabados sus espectáculos, salvo excepciones, son desconocidos para el gran público y su trabajo es un arte efímero que se acaba olvidando».

El Periódico de España

Texto: Eduardo Bravo
Formato: Nacho García