Opinión | TRIBUNA

Atención a los signos

Detrás de un pobre diablo que hace manifestaciones que destruyen la libertad, siempre hay uno de los conjurados que conectan con los estratos del mal radical

Juan García-Gallardo, de Vox, y Alfonso Fernández Mañueco, del PP, durante el anuncio de su acuerdo de gobierno.

Juan García-Gallardo, de Vox, y Alfonso Fernández Mañueco, del PP, durante el anuncio de su acuerdo de gobierno. / EFE

Philip Roth, que conocía el valor de los símbolos y recordaba su arcanum, hizo que el rabino Lionel Bengelsdorf en La conjura contra América, violase una antigua prohibición judía, la de montar a caballo. En modo alguno es un azar, sino el cumplimiento de un deber sagrado, que el "rabí" Jesús, el Nazareno, entrara en Jerusalén a lomos de un pollino. Cuando Roth plantó a Lionel en el parque de Newark, imponente y soberbio sobre el caballo, sabía que podría engatusar a los ingenuos. Y esa fascinación es la que produjo en la atenta y algo obtusa mirada de Sandy Levin, el hermano de Philip en esta recreación de la infancia del novelista.

La maestría de Roth en esta novela increíble, que describe muy bien el aspecto siniestro que esconde el mundo contemporáneo, reside en la medida y el ritmo con los que dosifica las señales crecientes de la destrucción de la libertad. Pues de eso se trata. Podemos discutir el nombre, pero siempre se trata de destruir la libertad. Todo comienza con algo trivial, un detalle menor. La vida cotidiana no queda alterada por ello. Es la vida real, la conocida, la que debe ser descrita hasta el menor detalle, para que toda la ficción que venga detrás tenga la condición de la realidad. Un rabino montado a caballo en el parque de Newark. ¿Quién puede alarmarse por ello?

El momento en el que la vida real y la vida ficticia divergen en la novela es completamente menor. "Los republicanos nominaron a Lindbergh y todo cambió". Un héroe popular, un hombre trivial, un antiguo cartero, un aviador, es presentado en 1940 en las elecciones presidenciales contra Franklin D. Roosevelt. Nada creíble. Su mensaje apena unas pocas palabras. "La decisión no es entre Lindbergh o Roosevelt. Es entre la guerra y yo". Esto fue repetido mil veces.

¿Qué miedo podía inspirar que dijera "América Primero"? Para dejar claro que los judíos americanos no debían considerarlo como enemigo, allí estaba, siempre a su lado, el rabino que montaba a caballo, una señal apocalíptica. Entonces la historia de Roth inicia su escalada de terror. Y entonces es cuando se logra ese efecto especialmente tenebroso que revela la otra cara de lo cotidiano. Oficialmente es una historial alternativa, ficticia. Lo parecía en 2004. Pero para quienes han vivido la experiencia de Trump, y los acontecimientos posteriores del Congreso, no sabrían qué responder si se les preguntase si acaso no es también una historia real. Ganó Roosevelt y Lindbergh no se presentó.

¿Pero cómo es que asistimos ahora a fenómenos que tuvieron lugar en la ficción de Roth? ¿Es una historia alternativa o es una historia real? ¿No pasó en absoluto? ¿Entonces cómo es que ahora pasa algo parecido? El terror consiste en que algo oculto e indomable muestra su existencia sin hacer visible su presencia. Ese es el sentido de la conjura. Jamás se deja ver que hay conjurados. Sin embargo, todo está tan planificado, medido, pensado, organizado, que es completamente imposible que no haya detrás un talento que lo organice. Lo que hace temblar al lector/espectador de esta novela -David Simon ha organizado el guion de la serie de HBO y John Turturro es Lionel- es que no necesitamos identificar a los conjurados. La impresión es que hay una especie de armonía preestablecida entre actores que conjuntan sus acciones en los más diferentes escenarios. Que algo tan complejo se ponga en marcha con una precisión tan medida y con tanta sencillez, sugiere esa existencia diabólica de un mal radical que domina la realidad.

El terror consiste en que algo oculto e indomable muestra su existencia sin hacer visible su presencia

Ese mal radical existe. Cada país tiene el suyo y anida en el estrato más profundo de su existencia histórica. Y por eso, porque es suyo y siempre está ahí, no es percibido en la profundidad de su magnitud. Roth lo conoce bien. Y por eso, la serie de Simon no tranquiliza y la hace acabar antes de saber si por fin Roosevelt volverá a ganar. Hace bien en adoptar ese desenlace. No se sabe cuál es el final porque no es posible acabar con ese mal. No tiene fin. Se recrea una y otra vez, como en Rosemary’s Baby, la película de Polansky. Sólo la lucha continua, atenta, firme, diaria, puede tenerlo bajo control. Y en esa lucha, la atención a los signos es decisiva, porque marcan el comienzo de la agitación, de su despertar, cuando alguien, no se sabe dónde o cuándo, ha decidido revitalizarlo.

Lindbergh era un hombre trivial y algo estúpido. Pero aceptar una medalla de manos del nazi Göring no es algo trivial. Detrás de un pobre diablo que hace manifestaciones que destruyen la libertad, aunque sea en una medida aparentemente menor, siempre hay uno de esos conjurados que conectan con los estratos del mal radical. El vicepresidente de Castilla-León es uno de esos hombres menores.

Pero cuando dice que las mujeres que decidan abortar deben ser obligadas por los médicos a escuchar el latido del corazón de sus fetos, ya no está hablando el hombre confuso y esquivo, que esconde su autoritarismo en la timidez. Está hablando el mal radical. Tras su aspiración de que las mujeres escuchen el latido del feto se esconde una voluntad de presionar su conciencia libre hasta confesar que cometen un crimen. Si se consiente esa coacción, no debemos preguntarnos cuál es el siguiente paso, sino cuál es el paso final. Eso es lo que nos enseña la novela de Philip Roth.