Opinión | VIENTO FRESCO

Boxeadorcito

Era boxeador y poeta a ratos. Cada mañana se daba con devoción a ambos oficios

Varias personas caminan por el centro de Madrid, en la imagen la Gran Vía.

Varias personas caminan por el centro de Madrid, en la imagen la Gran Vía. / David Castro

Arrestarazu era boxeador retirado y poeta cotidiano. Tenía en el patio de su casa un cuadrilátero donde entrenarse pero también una mesita con un ordenador donde perpetrar algunos versos. Decía que si sudaba se le iban las palabras por la piel, así que primero, luego de tomar un zumo de frutas, se ejercitaba en la versificación, el sonetismo y hasta diríase el epitalamio. Luego de escribir un buen rato ya subía al cuadrilátero, se ponía los guantes y saltaba, brincaba y daba puñetazos al aire a un oponente imaginario y corpulento.

Ambas actividades consumían casi hora y media del tiempo de Arrestarazu, que ya había publicado tres libritos de poesía y a quien aún alguna gente entrada en años reconocía y recordaba por la calle. Tras la ducha tomaba café y tostadas con mermeladas, un puñadito de nueces y un kiwi. Luego se fumaba un purito lentamente, viendo el humo ascender, abstraído, tranquilo. Era entonces cuando encendía su teléfono para echar un vistazo a las redes sociales. Treinta mil seguidores en Twitter.

Más tarde, ya con la mañana bien avanzada, era cuando iba al buzón a por el periódico. Leía los titulares y reservaba el resto para después de almorzar. Corbata siempre, americana de buen paño, zapatos brillantes, quizá bufanda, se echaba a la calle a pasear y a comprar en el mercado el almuerzo del día, pescado las más de las veces. Se le daba bien hornear las lubinas, preparar los pargos, enjaretar las urtas. Una copita de vino en uno de los bares cercanos al mercado. Vuelta a casa.

Su mujer, que cada mañana se marcha muy temprano a su oficina, siempre lo recibía a esta hora del día con la frase, hola boxeadorcito. Se daban un beso y preparaban entre ambos el ágape. Tan sagrada era para él la siesta que la llamaba religión. Si la tarde estaba hueca de ocupaciones, se reunían en la cama para charlar, acariciarse, demorarse en los pliegues del otro y oír los gorriones que hacían escala en el patio.

De cuando en cuando los visitaba su hija, María, ya ingeniera en la capital de la provincia, a unos cuarenta kilómetros. Cuando ella venía todo era una fiesta y hacían multitud de planes juntos: ir al cine, preparar mermelada, pasear por el centro, zascandilear por las tiendas, tomar un vermú o subirse los tres al cuadrilátero para reír practicando un ficticio combate a tres que siempre acababa con el trío en el suelo riendo.

Les gustaba a la noche ver viejas películas en blanco y negro y luego leer un rato, cada uno con un libro, y tal vez, si María estaba, provistos cada uno con un dedito de whisky con hielo en un vaso bajo. A Arrestarazu y a su esposa les gustaba hacer excursiones los fines de semana para visitar pueblos cercanos, aunque el auto estaba ya un poco viejo para tantos trotes. "Habrá que cambiarlo, pero qué pereza", dijo resignado y melancólico una mañana. Esa mañana en la que, por primera vez en años, no tuvo ganas de subir al cuadrilátero.