Opinión | PARECE UNA TONTERÍA

Sala de espera

Cada vez me parecía más fascinante el poema de la página 28, por esa forma en que el poeta habla de inevitables y continuos cambios, y de cómo un país se escapa siempre del sentir de todos y nunca se está quieto

Una imagen de pacientes en los pasillos de Urgencias del Hospital de la Ribera de las últimas semanas.

Una imagen de pacientes en los pasillos de Urgencias del Hospital de la Ribera de las últimas semanas.

Llegué a la sala de espera de Urgencias vestido con un chándal viejo, es decir, el que tengo, lleno de bolitas, y con un pie calzado y otro al aire porque no me entraba en la zapatilla. Y en silla de ruedas. Miré la hora cuando el celador me dijo "espera a que te llamen" y se fue: las doce y tres minutos. Bonita hora, pensé. Después eché un vistazo al resto de pacientes y preferí, sinceramente, centrarme en lo mío, que, por comparación, casi se volvía apasionante. 

Sobre las piernas tenía una pequeña mochila de tela oxford, con cuerdas, en la que me había dado tiempo a meter, antes de la llegada de la ambulancia, una novela de Russell Banks a medio leer y un libro de poesía de Fabio Morábito, también ya ligeramente empezado. 

Por supuesto, allí dentro iba también la libreta roja sin la que, desde hace seis meses, nunca salgo de casa. A mayores, tenía conmigo el teléfono, con un 57 por ciento de batería, nueve castañas asadas, por si venían mal dadas, y la cartera, que, cuando se cumpliese la segunda hora de espera, descubriría que estaba vacía.

Más allá de que no sabía si tendría un pie roto, y de contar al menos quince personas por delante de mí –luego iría descubriendo que algunas de las que llegaron más tarde también estaban por delante–, la situación me pareció excelente. Durante un rato creí que lo tenía todo en esta vida: libros, víveres, una vía de comunicación con el exterior a través del teléfono, y otra con el interior gracias a la libreta. 

Pero el tiempo empezó a pasar. En algún momento los segundos se volvieron piedras. A las dos de la tarde ya me había comido las nueve castañas, y seguía con hambre. A las tres y media había acabado la novela. Tenía sed, pero como estaba sin blanca aguantaba, consolándome con que me restaba aún la salida del grifo del váter.

A las cinco me quedé sin poemas. Más o menos a esa hora dejé de soñar con los sándwiches de las máquinas de 'vending': perdí el hambre como se pierden los recuerdos o la ilusión de vivir. Apagaba y encendía el teléfono cada treinta minutos, porque, de pronto, me di cuenta de que solo me quedaba un 5 por ciento de batería. Por supuesto, siempre había pacientes delante. 

Me aferré a los poemas ya leídos. No sé ni cuantas veces leí el de la página 28, que empezaba así: "Los mapas se hacen / al amanecer del domingo, / cuando la población / está dormida y son más claros / los relieves de la patria. / Los geógrafos se apuran, / desechan una curva, / corrigen una costa, / ponen al día la patria / que se modificó debido al mar, / al viento y a los deslaves. / Saben que un árbol caído, / un incendio doméstico, / o un cambio de pronunciación / en los suburbios repercuten en el dibujo de la patria".

Cada vez me parecía más fascinante, por esa forma en que el poeta habla de los inevitables y continuos cambios, y de cómo un país se escapa siempre del sentir de todos y nunca se está quieto, caducando al día siguiente de la puesta al día. Incluso yo, después de seis horas y cuarto, abandoné la sala de espera por la de radiología.