Opinión | DICTADURA

A un siglo de ‘Teología Política’ de Carl Schmitt

"Franco aplicó su doctrina en España. No hace falta leer entre líneas para identificar esta tesis: cuando un país se encaminaba hacia el mal radical, la dictadura es el único remedio"

Benitto Mussolini junto a Adolf Hitler.

Benitto Mussolini junto a Adolf Hitler.

Parece que los celebrantes de centenarios van a tener trabajo en este inicio de siglo. Nos encaminamos a recordar el tiempo más trágico de Occidente y todo lo que está por ver es si lo celebraremos o lo repetiremos, con tragedias o con parodias. Ya lo vimos con La Política como Vocación, de Weber, o con España Invertebrada de Ortega. Veremos qué pasa cuando recordemos el fatídico 1929, la gloriosa fecha de abril de 1931 o el annus horribilis de 1933. Para calentar motores, la televisión alemana se aproxima a la fecha con la cuarta temporada de Babylon/Berlin.

Este año que se encamina a su final vio nacer una obra peculiar, la Teología Política, de Carl Schmitt. Para celebrarlo, me llamaron de la Universidad de Murcia, para participar en un seminario dirigido por Alfonso Galindo al frente de un grupo de colegas. Obra tan genial como peligrosa, tan sencilla como compleja, ha determinado el pensamiento político de todo el siglo XX hasta el presente. Así que no está de más reflexionar de nuevo sobre su sentido. Esa fue justo mi tarea. Ante un nutrido público de personas amigas, defendí algo radical: la obra intentó ofrecer el contexto filosófico y conceptual, el ambiente intelectual adecuado para dignificar la apuesta por la Dictadura. Lo que comenzó a defenderse en 1922 se culminaría en 1933. Una obra esotérica de un profesor de derecho, el escrito de un virtuoso teórico dotado de una retórica refinada, acabaría siendo un símbolo de su tiempo. La obra inició la época de la teología política.

Su autor ya había abordado en una obra anterior, titulada precisamente La Dictadura, la historia de este concepto político, desde los romanos hasta la compleja lucha contrarrevolucionaria de 1848 que había tenido su particular culminación con el discurso de Donoso Cortés en las Cortes españoles de un año después. Si nos preguntamos cuál era la razón de esa apuesta por la dictadura, podemos responder con aquel pasaje en el que Schmitt confiesa que la teoría marxista de la dictadura del proletariado había hecho olvidar que también las fuerzas conservadoras tenían su propia propuesta dictatorial. Se trataba de aquel conjunto de instituciones que procedían del estado de alarma, de sitio, de excepción o de guerra.

Teología política, la obra de 1922, ya no hacía historia del concepto. Sencillamente daba un paso más allá y pasaba a argumentar que el Estado moderno, por su propia estructura, por su comprensión de lo que es el derecho, tenía en su seno el recurso a la dictadura mediante la declaración del estado de excepción y la identificación de un enemigo interior que debía ser excluido y exterminado. Esa era para Schmitt una consecuencia inevitable de la soberanía. Franco aplicó la doctrina en España. No hace falta leer entre líneas para identificar esta tesis de Schmitt: cuando un país se encaminaba hacia el mal radical, la dictadura es el único remedio. El mal radical era ciertamente la posibilidad de que mediante elecciones se pudiera llegar a la dictadura del proletariado. Eso no podía permitirlo el soberano.

Eso concede a Teología Política el estatuto de una obra preventiva. En 1922 había tanta posibilidad de que el comunismo triunfara en Alemania como de que el cielo se hundiera. Frente a ese peligro inexistente, una burguesía inmadura, nerviosa, incapaz, sin coraje, comenzó a buscar protectores. Al final los encontraría en una banda mafiosa. Como dijo Schmitt en la hora más amarga, el beneficiario de toda aquella prevención tuvo un nombre: Diabolus Adolf.

El paralelismo más decisivo de aquellos tiempos con estos actuales reside en la irrupción de Moscú como un centro poderoso de influencia internacional, capaz de perturbar la evolución política de las frágiles democracias de la época. Lo que pasó después de 1917 no se entiende sin la III Internacional, el instrumento de mayor poder de injerencia conocido en la historia moderna. Pero lo que permitió aquella increíble influencia fue la gran confusión de identificar lo que Marx entendía como dictadura del proletariado con lo que Lenin y Stalin organizaban por aquella fecha desde Moscú. En todo caso, el poder de injerencia de la URSS se dotó de una causa mítica y utópica que captó el malestar de la sociedad capitalista y supo dirigir contra ella misma a buena parte de la inteligencia europea.

Comparado con aquella época, nuestro presente alberga el mismo malestar, que corroe las entrañas de nuestras sociedades y que extiende el fastidio, la decepción, el cansancio y el auto-odio por doquier. Pero el poder de injerencia de Moscú no tiene una gran idea utópica que le sirva de coartada. Con las ceremonias del patriarca Kirill no se puede cautivar la inteligencia crítica de occidente. Rusia sólo puede movilizar a su favor una brutalidad mercenaria. Eso desnuda el Kremlin y deja su guerra en Ucrania sin coartadas. El poder de Rusia en el presente es menos amenazante. En términos reales, tampoco lo era en 1922. Sin embargo, una burguesía de nervios muy frágiles se entregó a políticas preventivas que resultaron suicidas. A esa operación preventiva se prestó el aventurero intelectual que fue Carl Schmitt. La cobardía y la aventura que se dieron cita en 1922 es lo que hay que impedir que irrumpa entre nosotros. Si hay una lección en el siglo XX es que la única protección contra poderes dictatoriales es una firme, sobria, convencida y serena democracia social de derecho.