Opinión | LA SUERTE DE BESAR

Volver a lugares donde nunca estuviste

Nos hicieron creer que el amor o la maternidad iban a ser de una forma determinada y cuál es nuestra sorpresa cuando descubrimos que nada (o casi nada) coincide

Una persona sentada en un embarcadero.

Una persona sentada en un embarcadero. / unsplash

Tengo una amiga que se ha empecinado en desmontar el mito del amor romántico a sus hijas. Desde hace meses, les repite que no tienen que creerse las historietas de príncipes azules o de amores que duren para siempre. Los días que se siente más misericordiosa hace alguna cesión con lo de los amores y alaba algunas de las emociones que siente por su pareja.

Mi amiga dice que quiere a su marido, pero que está harta de alimentar al monstruo de los imaginarios populares. "Trabajad, sed independientes y no os conforméis" es su grito de guerra. En su opinión, todo nos iría mejor si, desde pequeñas, nos hubiésemos protegido de esos bulos sobre lo supuestamente bonitas que son determinadas experiencias.

Una de las mejores series que he visto en el último año es Vida perfecta, de Leticia Dolera. Me gustó su forma de tratar ciertos temas. El de la discapacidad intelectual, porque nada chirría y no hay condescendencia, y el de la maternidad. Al igual que lo que sucede con el mito del amor, en el que imaginamos a un Cupido eficiente y certero lanzando flechas a diestro y siniestro, las características de lo que debe ser una buena maternidad también se presuponen.

Se da por sentado que una mujer siente apego de inmediato y se juzga negativamente que, en algún momento, exprese que añora su vida anterior. Además de las noches sin dormir, las dudas o los cambios hormonales, muchas madres se enfrentan a una especie de cargo de conciencia absurdo porque la experiencia de haber parido a una criatura no es como imaginaron o como tantas veces les contaron que iba a ser. A veces, es mejor que todo eso y otras, simplemente, diferente. Leticia Dolera afronta una maternidad carente de emociones presupuestas. De hecho, pocas cosas son previsibles en esa serie. Por eso, vale la pena.

En casa teníamos una manera peculiar de nombrar las emociones. De pequeña le pregunté a mi padre qué era eso que me sucedía en la barriga que me impedía respirar bien y que no me dejaba dormir. Le dije que, a veces, no podía parar de pensar en el sentido de la existencia y que intentaba apaciguar, sin éxito, mis pensamientos. Mi padre tardó dos segundos en diagnosticarme angustia vital y en describirla como "un sentimiento trágico de la vida". Muy poético, pero vaya losa tengo que aguantar sobre mis espaldas.

Años después, durante una conversación de sobremesa dominical sobre desamores, alguien de mi familia describió la nostalgia como esa tristeza que provoca idealizar y querer volver a lugares en donde, en realidad, nunca estuviste. También poético, pero otro jarro de agua fría. Habló de exparejas que, con el tiempo, imaginamos más estupendas de lo que fueron en realidad, adolescencias más rebeldes, institutos con profesores más transgresores, infancias más libres o amistades más incondicionales de lo que realmente fueron.

A mi amiga le pasa eso. Recuerda la idea del amor que le vendieron de joven y se enfada porque no concuerda con la realidad. A otras mujeres les sucede con la maternidad, con el sexo o con su desarrollo profesional. A mí me pasa lo contrario con la angustia vital. Tal cual me la vendieron, tal cual es. No llueve a gusto de todos, está claro.