Opinión | ANÁLISIS

La escuela ante el futuro

Dos niñas dibujan.

Dos niñas dibujan. / PIXABAY

Correr tras el futuro para darle alcance es como correr tras el viento, un ejercicio que podría justificarse como actividad deportiva si no fuese porque cuanto más crece la imaginación, más inconsistente se vuelve lo real. Y este, precisamente, es un rasgo característico de nuestros debates educativos: dedicamos tantas energías a imaginar cuáles serán las competencias del futuro que perdemos de vista al 20% de nuestros jóvenes, que termina su escolaridad obligatoria sin capacidad para comprender un texto mínimamente complejo. 

Esto es lo que dice Andreas Schleicher, el factótum del informe PISA: "España aparece mejor posicionada en los rankings internacionales cuando se considera la proporción de jóvenes que tienen titulación universitaria que cuando se evalúa el nivel de comprensión lectora o habilidad aritmética en esa misma edad". Más de un tercio de nuestros graduados universitarios está insuficientemente preparado para lo que sus puestos de trabajo exigen. 

Acuciados por nuestras buenas intenciones respecto al futuro, azuzamos a las nuevas generaciones a que cambien el mundo, pero no nos preocupamos porque adquieran los conocimientos que les permitirían comprenderlo. Este empeño presenta, además, una característica singular y muy novedosa: estamos educando a los niños en el miedo a lo que desgraciadamente está por llegar. 

¿Y cómo van a transformar el mundo si les insistimos en que han llegado tarde al presente? Estoy hablando, claro, del ecologismo. ¿Qué futuro le aguarda a una sociedad que no tiene confianza en sí misma a la hora de encarar los retos del futuro?

Retener el talento

Ante la realidad, sin embargo, siempre estamos en primera fila. Y ya se busca ella la manera de plantarnos cara. Nuestros resultados educativos no parecen sentir piedad de nuestras altas intenciones. Producimos bastante más deficiencia que excelencia. 

Pero esto no es un problema para las comunidades capaces de importar talento, sino para las incapaces de ofrecerle al talento que producen incentivos para retenerlo. Para ponderar bien este hecho, tengamos presente que el capitalismo está dejando de ser material (mercantilista e industrial) para transformarse en inmaterial (cognitivo). 

La creación de valor depende cada vez más de la conjunción de las llamadas STEM (acrónimo de Science, Technology, Engineering, Mathematics) y una economía que fomente la capacidad para transformar las ideas en negocios. Lo nuevo se queda inédito sin lo que los anglosajones llaman risk takers.

Lo nuevo, lo bueno y lo posible siguen siendo cosas diferentes que necesitan ámbitos de encuentro, pero la acogida que les ha de proporcionar el sistema educativo no es necesariamente idéntica a la que les garantizan las grandes compañías tecnológicas. Observe el lector que estas grandes compañías tienen una tendencia muy marcada a ver el futuro exclusivamente del color de sus planes estratégicos.

Corrientes a seguir

Dicho lo anterior, creo que podemos seguir el desarrollo de tres corrientes de fondo de nuestro sistema educativo y suponer, con las debidas precauciones, que su incidencia sobre las prácticas escolares será cada vez más notable.

Primera. La escuela de las sociedades culturalmente heterogéneas tendrá cada vez más dificultades para definir con precisión cuáles son sus fines. Es decir, será cada vez más difícil alcanzar consensos educativos amplios, lo cual fomentará una progresiva autonomía de los centros educativos. Habrá que ver si esta autonomía escolar puede ser efectiva si no va acompañada de la libertad de elección de centro por parte de las propias familias.

Segunda. Nos iremos dotando de más y más prótesis antropológicas. Pero la tecnología solo suplantará al humano que tenga una débil humanidad. En la mayoría de los casos amplificará, para bien o para mal, lo que ya es. 

¿Qué humaniza al hombre? Básicamente, la subjetivización de la cultura objetiva de su mundo circundante, haciéndola propia, pensada, hablada… La tecnología nos proporciona cantidades ingentes de datos, pero ni el criterio ni el contexto biográfico para subjetivarlos y transformarlos en conocimiento poderoso. 

Lo que nos permite, por lo tanto, competir con las máquinas es el proceso personal, siempre inacabado, de subjetivización de la cultura objetiva. Sin él, todos seríamos intercambiables y, por lo tanto, sustituibles.

Tercera. El fenómeno de más profundo calado en la evolución actual de la escuela es el de la creciente y diversa implicación de las familias en la educación intelectual de sus hijos. 

Cada vez gastan más en actividades extraescolares; cada vez dedican más tiempo a leerles cuentos; cada vez están más interesadas en que participen en acciones culturales. En la última década, las familias han multiplicado por 20 lo que gastan en actividades extraescolares. 

Parece claro que las familias que pueden permitírselo están asumiendo las riendas de la trayectoria educativa de sus hijos y en ella la escuela sigue ocupando un lugar importante, pero menguante. 

Las diferencias entre los que solo disponen de la escuela para adquirir conocimientos y los que ven en ella una parte de su formación intelectual irán, sin duda, creciendo, especialmente si la lógica pedagógica se divorcia de la lógica familiar. Y lamento, sinceramente, sospechar que sea eso lo que está comenzando a pasar.