OCIO NOCTURNO
Salir de fiesta a los 80 años y beber Aquarius en la discoteca que triunfa entre los abuelos de Madrid: "Somos mayores y queremos vivir lo que nos quede"
Fernando, Dionisia y Anastasio, que acuden a la sala entre cuatro y seis días a la semana, son algunas de las personas mayores que encuentran en el baile una vía de escape a la soledad

Anastasio tiene 75 años y sale de fiesta cinco días a la semana. / DAVID RAW
Llueve y hace frío en Madrid. En los últimos días, salir a la calle se ha convertido en un deporte de riesgo. Sin embargo, a escasos metros de Gran Vía, la vida no se detiene. Son las seis y media de la tarde y una larga cola se agolpa a las puertas de Golden, un club para la tercera edad. “Somos mayores y queremos vivir lo que nos quede, sea mucho o poco. Hablo por mí y por todas”, dice Dionisia, una de las primeras en llegar. Acaba de cumplir 80 años y, junto a sus amigas, acude a la sala cuatro días a la semana: “Los otros tres nos vamos al teatro o comemos en un restaurante. La tenemos completa”. A lo largo de su existencia, reconoce haberse desvivido por todo el mundo, excepto por ella misma. Hijos, nietos y también su marido, que enfermó con apenas treinta años. Tras fallecer a los 72, Dioni, como la llaman cariñosamente, entró en una profunda depresión de la que solo una amiga cercana pudo sacarla. “Desde que salgo de fiesta me ha cambiado la vida. A estas edades hay que quitarse las espinitas que nos quedan”, añade.
Como ella, Fernando, que se encuentra unos puestos más atrás en la fila. Según cuenta, lleva saliendo desde que tiene 12 años y en apenas unos días celebrará su 83 cumpleaños. “Cuando era joven era el rey de las discotecas. A mí me conoce todo Madrid por el baile, he ganado infinidad de concursos y en casa guardo los trofeos”, confiesa. Autoproclamado el mejor bailarín de la sala, asiste a esta velada seis días en semana: “El sábado no, que es mi día de descanso”. Chato, que así es como le llaman, se divorció de su primera mujer y quedó viudo de su segunda esposa. Sin embargo, hace seis años encontró a una compañera de vida con la que comparte su pasión por la danza. “Vivo solo y ella se queda en mi casa los fines de semana para ir a la misa en la iglesia de San Judas Tadeo. Nos complementamos muy bien, aunque hoy se ha quedado cuidando a sus nietos”, lamenta. Las puertas se abren y, con ellas, un universo de desconexión para los más mayores en el centro de la capital.

Varios ancianos se agolpan a las puertas de la discoteca esperando su apertura. / DAVID RAW

Fernando tiene 82 años y sale de fiesta desde que tiene 12. / DAVID RAW
Dentro les recibe Adrián, uno de los tres socios, quien da la bienvenida a sus clientes más rápidos. A algunos con más confianza que a otros, pues se conocen desde hace décadas. El negocio, que ha pasado de padres a hijos, está ahora regentado por Melanie, Jennifer y él mismo, primos y compañeros de trabajo. Ellos han sido testigos de los efectos que tuvo la pandemia en la tercera edad tras la vuelta a la normalidad. “Falta mucha gente. Algunos han fallecido y a otros les da miedo salir porque han perdido a sus parejas. Cuando reabrimos, supimos que muchos ya no estaban”, relata Jennifer. No obstante, sigue hablando por teléfono con algunas de sus clientas más longevas, a las que ya no ve con asiduidad: “Les ha cambiado la mentalidad. Es la parte más dura de trabajar con mayores”. A su espacio no solo acuden ancianos. Al acercarse la madrugada, la clientela rejuvenece hasta los 40 años. De las múltiples salas que abrieron sus padres hace más de cuatro décadas, únicamente resiste esta, cuyo público no ha variado desde entonces.
Una vida de sacrificios
Fernando saluda a Anastasio, que baja las escaleras con soltura. No es la primera vez que coinciden en la discoteca. Ambos, vestidos con corbata y americana, piden sus bebidas. Aquarius de naranja y agua del tiempo, respectivamente. “Tengo el hierro muy alto. Antes bebía bastante más, aunque de vez en cuando sí que tomo alguna copa”, explica Chato. Anastasio, por su lado, aclara que no puede tomar alcohol por problemas de salud. En su lugar, bebe agua o cerveza sin alcohol. Tiene 75 años y conoce al personal desde que inauguraron el local. “Lo mejor de salir de fiesta a estas edades es el baile. Es donde mejor estoy y menos gasto. Me gusta hablar con mujeres, los hombres me crean problemas constantemente”, bromea. Hasta hace unos años le compraba la entrada a su novia también, pero ahora viene por su cuenta: “Quiero estar con mujeres importantes, modelos. Siempre he apuntado alto”. El bajo consumo de bebidas alcohólicas contrasta con las ventas de refrescos. “Lo que más vendemos es Aquarius, se ha puesto de moda. Hemos pasado de pedir una caja a la semana a vender seis, pero hay de todo. Otros beben Red Bull”, comparte Jennifer.

Dionisia y su compañero de baile, en la discoteca para abuelos Golden, en Madrid. / DAVID RAW

Algunas de las mujeres en la sala tapan sus bebidas con servilletas para evitar cualquier contratiempo. / DAVID RAW
Dionisia siempre pide lo mismo. Una cerveza sin alcohol, rebajada con limón o gaseosa. No hay día que no venga acompañada de sus amigas más íntimas y de algún que otro caballero, con el que se mueve a ritmo de pasodoble. Todavía se emociona al hablar de su marido, a quien acompañó hasta sus últimos días tras un matrimonio marcado por la enfermedad. “La vida ha sido dura, un sufrimiento total. Haces lo que sea por tu familia, pero luego pasa el tiempo y ves todo el sacrificio. Hoy lo cuento como anécdota, pero es terrible”, cuenta con ojos húmedos. Ahora que su máxima prioridad es ella misma, hace planes de los que antes se privaba por tener que cumplir con obligaciones, algunas profesionales y otras autoimpuestas. “Llega una edad en la que tienes a tus hijos colocados, estás tranquila y como ellos te animan… ¿Dónde vas a ir? Pues a bailar”, afirma. Para ella, la música es terapia: “La amo, me da la vida y me levanta la moral”. Sus géneros favoritos son el flamenco y el bolero y suele tapar su vaso con una servilleta para evitar cualquier tipo de contratiempo.
Seis días a la semana
Los dueños de Golden lo han visto todo. En esas cuatro paredes se han forjado historias de amor y amistad. También han presenciado algún percance de forma puntual. “Hay gente que se marea, pero eso te puede pasar con 20 o 40 años. Los jóvenes igual se ponen a beber y terminan en el suelo”, defiende Melanie, encargada de las gestiones administrativas. Hace algunas semanas, mientras hablaba con su prima, se le ocurrió crear un grupo de Facebook para que sus asiduos se conozcan y no vayan solos a la discoteca: “Muchos me decían por privado que no tenían con quién salir y que querían conocer gente. Otros vienen a escondidas de sus parejas”. Jennifer, al otro lado de la barra, confiesa sentirse unida a uno de sus clientes, al que conoce desde hace meses. Un amor duradero que se vio truncado por la muerte de su esposa, paciente de cáncer. “Él dice que le he salvado la vida”, anuncia orgullosa. Un día, por casualidad, acabó en esta sala a la que acude cinco días a la semana. Las historias son infinitas. Juntas, se acuerdan de otro hombre, esta vez de 95. “Estuvo festejando este verano, pero ahora ha desaparecido”.

Dos mujeres toman un refresco en la discoteca para abuelos Golden, en Madrid. / DAVID RAW

Los mayores encuentran en la fiesta una vía de escape de la soledad. / DAVID RAW
Quien sí está es Fernando, que tiene hasta una mesa preferida en la que no pueden faltar sus patatas fritas estilo campesinas. “Si le preguntas a Jennifer te dirá que soy el que mejor baila de la discoteca, los demás se quedan mirando”, admite. Echando la vista atrás, todavía recuerda cuando salía a tres clubs en una misma noche y terminaba viendo el amanecer a las siete de la mañana en la Puerta del Sol: “No bailo ni la mitad de lo que bailaba con 30”. Si bien todo el mundo sabe quién es él, Chato no cuenta con demasiados amigos en la noche madrileña. Se centra en disfrutar todo tipo de música, desde merengue, tango o samba hasta dance hall. Lo único que no le gusta es la bachata y las primas lo saben. Conocen a la perfección los gustos de sus clientes, que en fin de semana también vienen de Toledo o Guadalajara. La rentabilidad de su negocio reside en la fidelidad de sus asistentes, que no abandonan la pista ni aunque las lluvias inunden las calles y el viento estropee los cardados. Lugares como este son, en definitiva, un templo para aquellos que no madrugan ni para comprar el pan.